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Simplemente no la hay, ni en la riqueza ni en la pobreza, por mucho que un imitador barato de Leonardo DiCaprio en El lobo de Wall street arengue a sus discípulos en una oficina ramplona, con la intención de meterles en la cabeza que no existe más medio de acceder al paraíso en la tierra que el color del dinero y que los pobres se merecen la peor de las condenas.

En esa escena viral, sorprende como los que rodean a esa suerte de prestidigitador de las finanzas le coreen y aplaudan como si fuesen los espectadores de un programa concurso de la tele que con carteles son avisados de aplaudir, cantar o hacer el ganso. Si en mi trabajo el encargado nos suelta un discurso como este, los empleados estallamos en risas dándole golpecitos en la espalda y recordándole banalmente que tome la pastillita a las horas indicadas. Pero ni yo ni mis compañeros nos dedicamos al mundo de las finanzas, no somos corredores de Bolsa ni nos vamos a hacer de oro, con que según las palabras del mono de feria que agita a sus muchachos robotizados, carecemos de nobleza.

Y lo dice un joven repeinado, cuya raya en la cabeza parece todavía hecha por mami cada mañana tras servirle su tazón de cereales Kellogg’s, que con los bitcoins que supuestamente gana se podría permitir una camisa más acorde a su mediocre envergadura. No hay que exaltar el concepto de pobreza material en contraste con la supuesta riqueza de espíritu.

Ser pobre es sencillamente una putada que nadie merece y el que lo es sufre el maltrato de este tipo de repeinadines, un reflejo del mundo occidental. La escena de este lobo de Wall Street no es la actuación digna de un superior, sino la puesta en escena de un egocéntrico con ínfulas de poder, que destila narcisismo por los cuatro costados y que lo único que pretende es recibir miles de ‘me gusta’ en las redes. El no va más de esta sociedad mercantil y sin nobleza.