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Me conmueve profundamente ver las fotos en sepia y reconocer en ellas la juventud de aquel al que hoy la vida se le escapa.

Y llega, ¡claro que llega!, casi sin darte cuenta, de puntillas entre las distracciones de pequeños achaques que piensas son pasajeros. Pero no, entra y se queda a vivir contigo. Se llama vejez.

Creo que ahora, más que nunca, no estamos preparados para el acontecimiento. Íntimamente creímos que era una especie de enfermedad y no nos tocaría a nosotros, y que los parches estéticos nos permitirían seguir reconociéndonos.

En otras épocas se solía convivir con las personas mayores en casa y se vivía el proceso del envejecimiento de los abuelos. Para todos suponía una gran oportunidad. Para los más jóvenes porque iban entendiendo el transcurso de la vida y para los mayores porque estaban acompañados por los suyos hasta el final. Ocupaban un lugar activo e importante en la estructura familiar, dándole así un sentido a su vida.

Nuestra sociedad actual ha cambiado absolutamente este modelo. Las casas se han convertido en el dormitorio de sus habitantes. Un ir y venir sin tener ya la maravillosa acogida al llegar a casa de aquella madre que mantenía, abnegadamente, el sabor y el ritmo de un hogar.

Ha sido muy normal que los abuelos se mantuvieran en este ámbito familiar y pudieran interrelacionarse con los más pequeños, contarles historietas y cuentos, ayudarles con un «cura, cura, sana, sana…» e incluso hacerles alguna consideración a los adolescentes que siempre sería mejor acogida que si proviniesen de sus padres.

Pero la vejez, hoy en día, consiste en otra cosa, tiene otro transcurso y otro ritmo. Si bien es cierto que además de disfrazarla mejor, podemos ser más autosuficientes hasta más tarde, hacer viajes con el Imserso (buen invento para dar más fuelle a nuestros días y acotar las consultas médicas) y participar en actividades dirigidas a los mayores, la realidad es que llegamos, antes o después, a la dependencia.

Y ahí es donde podemos considerarnos realmente «viejos».

El rol activo que hemos jugado en nuestras vidas llega a su fin. No hay responsabilidades, ni horarios. Los días pasan iguales, inertes, sin planes ni objetivos más allá del de ir a la próxima cita médica. Los que aún viven en pareja se enhebran del brazo y juntos dan el paseo de las once para hacer la compra, y el de las cinco, ese que el médico les receta para no anquilosarse. Y comparten sus soledades.

Las calles de las ciudades están llenas de paseantes sin rumbo, con bastones, andadores o algún acompañante que, en el mejor de los casos, muchas veces por un inmenso parecido, sabes que es un hijo o una hija, o bien un    asalariado que cuida de ellos. Hace unos días, en Madrid, me encontré con un hombre mayor a la salida del hospital. Observé que le costaba ubicarse y me ofrecí a ayudarle. Volvía a casa tras la revisión rutinaria de su corazón. Caminaba lento y algo fatigado, pero se dirigía al autobús porque no podía permitirse coger un taxi. Alejandro García Requena, así se presentó, de seguido y con voz orgullosa, con el tono del que pasa lista en la vieja escuela. Tiene 102 años, cuatro más que su mujer. No tienen hijos y viven solos en un piso en la zona centro de la ciudad. Se apañan entre los dos con la ayuda puntual que les facilita la Comunidad de Madrid para la limpieza de la casa. Salen exclusivamente a la compra y cada día cocina uno. Todo, en esta sociedad actual, les es ajeno. Y así esperan, día tras día, para «liberarse» de sus vidas.

Millones de personas en todo el mundo viven solas su última etapa. Millones de historias se escribirían sobre estas soledades no deseadas que son difíciles de sobrellevar por la enorme dependencia que causa su edad. En Reino Unido hay estudios que afirman que el 14% de la población se siente sola y 200.000 personas confiesan no haber hablado con nadie en un año, posiblemente la mayoría serán mayores que no salen de casa. Datos que hielan el alma.

La esperanza de vida de un niño que nazca ahora se estima que será de más de 100 años, según los estudios llevados a cabo por científicos que trabajan en alargar la vida de los humanos. Los genes tienen mucho que ver, pero las condiciones de salud por mejores hábitos de vida, harán que envejezcamos más tarde y mejor.

En nuestra sociedad actual conviven más generaciones que nunca, pero su interrelación es escasa.    Solo uno de cada cuatro mayores mantiene una amistad con una persona menor de 34 años.

En una entrevista en «La Vanguardia», el artista y cineasta Alejandro Jodorowsky, se felicita a sí mismo, pues a sus 95 años todavía habla y piensa, y declara que lo más importante para un ser humano es «estar vivo y bien acompañado».

Para mí, vivir más merece la pena no solo si la salud es buena y la cabeza funciona, sino también si las relaciones humanas se mantienen, si vivir supone mucho más que «mantenerse vivo».

(*) Si le interesa los temas de actualidad de las «personas mayores» le recomiendo la interesante newsletter quincenal de la sociedad Valenciana de Geriatría y Gerontología: https://www.svgg.org.newsletter