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Recibe a los viajeros el Gran Capitán, sí, el de los cien millones de ducados en picos, palas y azadones para enterrar a los muertos (…) y otros cien por la paciencia de haber oído minucias del rey, que pide cuentas a quien le ha dado un reino. Nos recibe, decía, a grupas de un corcel tallado en bronce, excepto su testa de mármol blanco que sigue en reparos porque a algunos les ‘suena’ a Lagartijo. Opinan que las facciones del diestro son más reales que las del militar, pero sabiendo el autor que Don Gonzalo, como estatua, se contemplaría en la distancia, debió de valorar que ese contraste se paliaría. El encargo de 1915, por atrasos monetarios, tardó en concluirse, atizando críticas contra Mateo Inurria por su falta de compromiso.

Tal vez fuese su oportunidad de resarcirse, ensalzando la memoria de su amigo Rafael, el torero, al negarle Córdoba una estatua. El realismo había quedado erguido, y tal vez adaptó la cabeza al servicio de su ética. Quizá no quiso colocar en la cabeza del castrense la efigie de Lagartijo, pero también puede que quisiera incitar un eterno debate. Nos despide la Mezquita, y desde Medina Azahara, ciudad brillante, creada por Abderramán III, sobrino de la reina Toda de Navarra, califa rubio y de ojos azules, se oyen los versos de Machado «La del romancero/Córdoba la llana/Guadalquivir hace vega/el campo relincha y brama». Sí, Córdoba la llana, al-llana, paraíso en árabe...