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Conozco de cerca a un buen puñado de catedráticos y, aunque alguno es un auténtico zoquete, la mayoría ha demostrado que este reconocimiento no ha sido un regalo inmerecido, sino una conquista genuina, tras demostrar capacidades docentes y superar la evaluación de las investigaciones presentadas. Es un proceso largo y engorroso, que no garantiza que todos merezcan haberles otorgado este grado y, aun así, no en todos los casos o momentos podemos superar, quienes lo pasamos, el complejo de impostor. Algo parecido ocurre con los médicos, psicólogos, maestros, economistas, consultores, especialistas para los problemas de cualquier tipo.

Sin embargo, sobreabundan individuos que no disponen de un título académico ni han demostrado un nivel adecuado de conocimientos, que ni siquiera aducen un ejercicio profesional continuado, profundo y fructífero. Pero, escudados en la ignorancia general sobre su persona y saberes, pontifican con desparpajo sobre cuestiones diversas y controvertidas, hasta erigirse en santones seguidos por masas boquiabiertas. Algo especial han visto en ellos, no sabemos qué, porque les jalean y les siguen confiados, como si tanta ineptitud no importara, porque basta su presencia en la televisión o en las redes para recibir la pleitesía de los incautos. La incompetencia y torpeza, cuando se las enmascara, no parecen incomodar a la audiencia, necesitada de guías para aspectos marginales, cuando no los buscan para aquellos que más conviene.

Ahí tenemos una legión de influencers e instagramers, que reúnen una cohorte de admiradores, prestos a recoger cada palabra que brota de sus labios. Creadores e impulsores de productos y servicios han encontrado un cauce ventajoso para llegar a los consumidores, cuando nunca pensaron que podrían atraer con tanta facilidad a masas dóciles, que se prestan a obedecer las consignas que sibilinamente se les proponen. Descubrir lo fácilmente manipulable que puede resultar una multitud les debe llenar literalmente de dicha.

Que la publicidad de vestidos y cremas, viajes o restaurantes, tome ahora este camino, que se sustenta en el carisma de los promotores, no es para enojarse, aunque llama la atención, pero muy distinto es el caso de quienes han conseguido subir al podio de los mentores prestigiosos para dar lecciones sobre materias personales, psicológicas, médicas o sociales que a todas luces les superan, dada la nula formación y el desconocimiento que exhiben. No son conscientes del mal que pueden causar en quienes creen ciegamente en ellos, ni tampoco éstos se percatan de que están siendo utilizados por quienes no aspiran más que a conseguir unos fines recusables, en orden a la fama y el dinero. El malestar que se deriva de sus palabras y actuaciones imprudentes no les detiene ni les incita a que se comporten con cordura.

Proliferan las personas que sufren trastornos y contratiempos muy graves, a los que no saben cómo hacer frente, pero en vez de acudir a quienes están preparados para darles soluciones razonables, se ponen en manos de cualquier chiquilicuatro sin importarles el que les conduzcan hacia caminos intransitables, a veces al puro abismo. Tal vez nuestra sociedad esté revelando unas carencias que nadie remedia y por eso se acude a quien promete resultados rápidos y concluyentes. No aprendemos de los engaños, de tantas promesas incumplidas, y «tragamos» sin más, crédulos como somos, con que los problemas complejos tienen soluciones simples. Cuando han fracasado todos los tratamientos acreditados se puede probar con la ayuda compasiva, experimental y creativa, pero ¿lanzarse de entrada a las manos de los ineptos? Más vale no intentarlo.