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Dios creó el universo y el mundo con todo lo que contiene de una manera tan bella, sabia y perfecta que al contemplarla recién hecha no pudo más que amarla. Toda la creación es fruto de su amor. Pero hay una criatura privilegiada que constituye su obra más perfecta y a la que por lo mismo podemos afirmar que la quiere más que todas las otras; que la quiere, hablando a lo humano, con locura. Y esta criatura es el hombre. Le dio la mujer, carne de su carne, para que no estuviera solo. Los puso en un paraíso para que fueran felices y le correspondieran, libremente, con su amor cuidando todo lo creado, de lo cual eran señores. Una sola limitación les puso: no comer del fruto del árbol del bien y del mal.
El demonio, un ángel caído, en forma de serpiente, los tentó: si coméis seréis como dioses. El orgullo egoísta pudo más que el amor agradecido, comieron y todo cambió. El paraíso dejó de serlo, tuvieron que comer el pan con el sudor de su rostro, su vida ya no fue perfecta, entró en ella la enfermedad, el dolor y la muerte. La naturaleza humana quedó degradada y así fue trasmitida, junto con ese pecado de origen, a su descendencia. Pero Dios continuó amándolos y, desde ese primer momento, dispuesto siempre a perdonar, prometió su redención.

Estamos en tiempo pascual y no hace mucho vivimos la pasión y muerte en la cruz del Señor y su gloriosa resurrección. La redención se ha realizado y ella ha representado para el hombre creyente como una nueva creación, en virtud de la cual -con el agua y el espíritu- es engendrado de nuevo como hijo de Dios, libre de pecado, participante de la naturaleza divina y miembro del cuerpo de la Iglesia.

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Una verdadera locura de amor. Los ángeles que se rebelaron fueron condenados sin posibilidad de perdón. Eran seres espirituales perfectos al servicio de Dios y mensajeros entre Dios y los hombres. No pudieron sufrir el gran amor de Dios por los hombres; que Dios, para salvarlos, se encarnase y naciera de una mujer, a la que se le llamaría madre de Dios. El demonio envidia la redención y, movido por su odio vengativo a Dios, ataca al hombre, su ser más querido, aprovechándose de la debilidad de la concupiscencia humana. Pero Dios, que continúa teniendo sus delicias en estar con los hijos de los hombres (Pr 8,31), nunca los abandona y los asiste con su gracia.

El IV domingo de Pascua, el Señor, en el Evangelio, nos demuestra su amor por los hombres presentándose como el Buen Pastor que conduce sus ovejas por lugares de pastos y las atiende. Venda a las heridas y cura a las enfermas, deja las demás en la majada para ir en busca de la perdida y cuando la encuentra la sube alegre sobre sus hombros. No es un asalariado a quien solo le interesa recibir el sueldo y cuando viene el lobo huye. Él las defiende del peligro hasta dar su vida por ellas. Tiene el encargo de su Padre de pastorear el rebaño. Llama a sus ovejas con su voz y ellas, que la conocen, le siguen. Nosotros, que también hemos sido llamados -nuestra vocación cristiana-, hemos de dejarnos conducir por el pastor divino. Nos ha dejado aquí en la tierra al Papa, el Vicario de Cristo, sucesor de Pedro, a quien encargó el Señor: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-16). El Papa lleva sobre sus hombros el peso de la Iglesia. El amor al Papa ha de ser en nosotros una hermosa pasión -generosa correspondencia- porque en él vemos a Cristo, el pastor que nos ama con locura. Recemos por él.