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En el inconsciente colectivo es casi sinónimo de paraíso, un país feliz, pacífico, con una elevada calidad de vida y gente amigable y guapa. Y, sin embargo, este pequeño país nórdico de diez millones de habitantes se ha convertido en todo lo contrario. ¿Quién lo iba a decir? Tras una larga tradición de hospitalidad, que abrió sus puertas a refugiados de todo el planeta, hoy vive una situación crítica que lo aleja de sus vecinos del norte -Noruega, Dinamarca, Finlandia- que han sido restrictivos a la hora de abrir fronteras. Adiós al mito sueco, porque desde hace unos años las bandas criminales se han apoderado ya no solo de los barrios degradados con la población menos favorecida, sino de cualquier ciudad, pueblo o zona residencial del país. Lógicamente, las familias tranquilas y trabajadoras, suecas y extranjeras, están atemorizadas.

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El problema más acuciante es el tráfico de armas, una guerra que produce más de cuatrocientos tiroteos y explosiones al año y causa decenas de muertos, la mayoría implicados en estos sucesos, pero también vecinos inocentes que estaban en el momento inoportuno en el lugar menos adecuado. Aparte, claro, está el tráfico de drogas y la delincuencia que suele llevar asociada. Y eso nos hace regresar al fenómeno migratorio. Al margen del racismo -del que los buenistas acusan a cualquiera que ose abrir la boca sobre este tema-, es necesario explorar hasta dónde se puede llegar en las políticas de acogida sin perder el control. Todos los expertos señalan la falta de integración de un porcentaje de quienes llegan al país y, más importante, de sus hijos, nacidos ya allí, educados en sus colegios y que, sin embargo, nunca dejan de sentir desarraigo. Ahí está la cuestión.