Obras maestras
Siguiendo las enseñanzas de los maestros, me he esforzado durante años en escoger y conservar, ordenadas en estanterías, numerosas obras maestras de la literatura y el cine que un día me hicieron feliz, a fin de poder disfrutarlas a la vejez, cuando por razones biológicas y anímicas ya no está uno para tonterías. Prudente empeño, pero muy contraproducente, pues ahora que soy viejo, he podido comprobar cuánta razón tenía el maestro Lichtenberg, cuando ya en el siglo XVIII aseguró que «no hay lectura más infame que la de obras maestras». En serio, hasta Shakespeare, Dostoievski y desde luego Proust pueden mover a risa con su grandilocuencia. Y las obras maestras cinematográficas suelen ser más infames todavía. Menos mal que, previsor, en esos estantes tengo otras cosas. Las obras maestras, consagradas por la insistencia de los críticos y el boca a boca, que es una ordinariez muy sobrevalorada, no tienen por qué gustarte y hasta te pueden repeler, como las de Godard o Buñuel, entre otros miles de genios. El boca a boca, salvo que estés besando a un gran amor o salvando la vida a un ahogado, es una práctica de la que no puede salir nada bueno y prueba de ello es que lo hacen los algoritmos. ¡Boca a boca! Venga ya.
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