El opositor ha muerto hoy cuando lo sacaron a dar "un paseo" por la cárcel rusa Lobo Polar.

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Alexei Navalni era bloguero, abogado, activista anticorrupción y organizador de protestas callejeras. Pero, sobre todo, era una mosca cojonera para Vladimir Putin. A sus 47 años, había enfurecido como pocos al dueño del Kremblin, y eso solo lo puedes hacer si estás mal de la cabeza o sabes que tienes los días contados. O ambas cosas. Desde la caída de la URSS, nadie había agitado el anticomunismo como Navalni y tras un proceso plagado de irregularidades y ausencia total de garantías fue condenado a 11 años de prisión por fraude.

Ingresó en una cárcel de Melekhovo, a las afueras de Moscú, una penitenciaría tan amable como todas las rusas y cuya denominación soviética es IK 2. Un páramo cubierto de nieve y hielo en invierno, con cielos en grises plomizos. Un dechado de alegría, vamos. Pero Putin no estaba satisfecho. El dichoso Navalni seguía incordiando a través de las redes sociales que controlaban sus allegados, así que le cayó otra oportuna condena de 19 años de cárcel. Esta vez por extremismo.

Fue entonces cuando el zar ruso pudo culminar su venganza. Con semejante pena, estaba justificado el traslado de Navalni a otra prisión más lejana, casi remota: la IK 3, cerca de la cordillera de los Urales, en la región de Jarp, a 2.000 kilómetros de la capital. Una mole oscura y siniestra que hacía parecer a su hermana pequeña, la Ik 2, una discoteca. Para llegar hasta la colonia penitenciaria, digna del Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn, se tarda dos días en tren.

La cárcel Lobo Polar ha sido la silenciosa tumba del enemigo de Putin. El aislamiento geográfico ha permitido que las autoridades rusas se puedan haber ensañado con él durante meses, lejos de los molestos abogados que pedían visitarle cuando estaba cerca de Moscú. Fue encerrado en una celda de castigo y hoy los funcionarios lo han sacado a dar un paseo. El último. Quizás porque en aquel paraje remoto hace un frío de muerte, nunca mejor dicho.