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Entre finales de 1992 y mediados de 1993 el gobierno socialista presidido por Felipe González hizo depreciar el valor de la peseta un 21% en tres devaluaciones consecutivas en un corto espacio de nueve meses. El país venía de una época de fuerte gasto público, ya saben, inauguración del primer tramo del AVE, Olimpiadas en Barcelona, Expo en Sevilla, celebraciones del Quinto Centenario, etc. La devaluación actuaba como válvula de escape de una economía que, al depreciar su moneda, intentaba remontar la competitividad perdida —ya que nunca se atrevió a afrontar las reformas estructurales que tanto necesitaba— y era el corrector necesario de los períodos de euforia expansiva sin base sólida a las que este país está recurrentemente abonado.

Me he remontado muy atrás en el tiempo, han pasado casi tres décadas desde el año 1993, y el gobierno central ahora lo preside un tal Pedro Sánchez, también socialista. Lógicamente hay que salvar las distancias ya que la coyuntura actual no admite una comparación absoluta, si bien, ahora la preocupación vuelve a ser máxima. Miren por donde, venimos también de una etapa de enorme gasto público derivado de la pandemia y además hay mucha inquietud, y me atrevo a decir que también un desasosiego creciente a nivel de calle por el futuro inminente. Incluso el gobierno reconoce sin ambages, y ello es muy significativo, que el último dato macroeconómico registrado (el IPC de julio se sitúa en un 10,8%) es muy malo.

Todos sabemos que la receta tradicional expuesta al inicio no puede implementarse en España ya que las fluctuaciones de nuestra actual moneda ya no dependen de Madrid sino de un Banco Central Europeo que además se resiente de los achaques propios de una deuda pública conjunta descomunal, una falta de competitividad y productividad en ascenso que conduce a un crecimiento real muy moderado y por si no fuera poco, de una inflación desbocada así como de unas tensiones geopolíticas y energéticas que están haciéndolo temblar todo. Con ello no quiero propugnar un eventual retorno a la peseta ya que el trastorno en nuestra economía sería de proporciones incalculables y probablemente catastróficas. Si bien, cabe recordar que esta receta clásica sí sigue sirviendo para una economía como la de Turquía, cuya mayor entrada de divisas depende del turismo al igual que nosotros.

Solo a modo de contextualización, la inflación interanual en 1992 no llegó al 5,5% y el volumen de deuda pública era cercano a los 30 billones de pesetas (unos 180.300 millones de euros) que representaban en ese entonces un 68% del PIB. A años luz, cuantitativamente hablando, de los 1.453.853 millones de deuda pública actuales que suponen alrededor del 118% de nuestro PIB. En fin, no es raro que muchos tengamos la sensación de que el firme bajo nuestros pies vaya a convertirse en arenas movedizas en poco tiempo, y lo que es peor, sin alternativas ni escapatorias a las que acogerse, ni tan siquiera una serie consecutiva de devaluaciones que nos dieran aire para seguir. Y de deflactar impuestos, con este gobierno mejor ni nombrarlo, al revés, acaban de poner más peajes a la banca y las compañías energéticas.