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30 años ya, este lunes día 25 se cumplen 30 años del día en el que España mostró su modernidad al mundo a través de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Barcelona'92. Hasta entonces, estas galas eran un fausto de delirios de grandeza, con desfiles eternos y discursos intensos. Aburridas. Ostentosas. Pero en Barcelona'92 se pensó más en la televisión que en la política. Y se incorporaron narrativas del teatro audiovisual para que nos conocieran desde la creatividad que remueve emociones. Barcelona'92 introdujo un nuevo lenguaje a los Juegos Olímpicos.

Los responsables de las ceremonias de apertura y clausura, encabezados por dos grandes publicitarios, Luis Bassat y Pepo Sol, tuvieron claro que había que huir de los habituales boatos que mostraban un mundo idealizado, feliz y perfecto para enfocar la realidad del Mediterráneo. El mejor entretenimiento es el que no es vacío, tiene mensaje y nos retrata como sociedad. Y la Fura dels Baus plasmó en el Estadio Olímpico de Montjuic soles, mares, caos… se representó la guerra, el dolor, el VIH e, incluso, apareció Hércules. Se dejaba atrás la gala despegada de la complejidad vital, con desfiles casi militarizados, que convertían el evento en algo frío, marcial y previsible. Imposible soportar por la televisión. Barcelona inauguró la ceremonia que recordaba que la mejor celebración es la que va unida a la reflexión empática.

Pero para que el espectáculo emocionara al mundo era vital sincronizarse con la televisión. Hasta 1992, en la historia de los Juegos Olímpicos, la tele miraba las ceremonias de apertura y clausura como un espectador ajeno al acontecimiento: desde la barrera. Iban, ponían las cámaras y a pillar lo que pasara. En Barcelona’92 la tele se transforma en arte y parte del evento. TVE y TV3 unían fuerzas y se coordinaban para que la realización visual bailara al compás del espectáculo. El guion estaba pensado y ensayado con la tele. Con las cámaras en la grada, a pie de pista y desde el cielo, donde un helicóptero logró transmitir a los cinco continentes la sorpresa de una ciudad diciendo, al unísono, «¡Hola!». Una estampa única.

Barcelona'92 apostaba por esa fantasía que se queda en el recuerdo para siempre. Y el momento central de la gala de apertura, el encendido del pebetero olímpico, se diseñó como un giro de guion para la posteridad. En vez de prender la mecha de manera tradicional, se creó una liturgia escénica que entremezclaba deporte, emoción y asombro. Con su arco, Antonio Rebollo lanzó el fuego olímpico a la diana del pebetero del estadio de Montjuic. Una imagen para la historia, planteada con toda la sugestión de una buena ficción: el lanzamiento de la flecha fue acompañado de un calculado zoom de cámara que magnificaba la belleza del instante (e impidiera que viéramos que el pebetero se encendía igualmente aunque la flecha pasara de largo, truco imposible de realizar hoy con tantos móviles grabando desde todas las ópticas posibles). También fue crucial una heroica banda sonora de fondo, que subrayaba en nuestros oídos la gloria de la hazaña. La prestidigitación de las técnicas visuales y sonoras crearon ese momento mágico que se debía quedar tatuado en la retina de un país que vivía la resaca creativa de los años ochenta. Una España que había interiorizado que podía ser capaz de conseguir prácticamente aquello que se propusiera. Tras una dictadura en blanco y negro, estaba todo por hacer.

No te quedes en lo pronosticable, imagina en grande. Es el gran aprendizaje que dejan las galas de apertura y clausura de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Ceremonias que implicaron, casi por igual, a artistas y población. Montserrat Caballé, Josep Carreras, Plácido Domingo, Cristina Hoyos, Alfredo Kraus, Jaume Aragall, Teresa Berganza, Peret... había una presencia de grandes artistas del arte que no necesita traducción simultánea y, al mismo tiempo, el propio público del estadio se sentía partícipe del show. La grada también era escenario. Todo era escenario. Todos, populares y anónimos, estaban construyendo con complicidad un momento histórico. Y lo transmitían. No sabían cómo iba a terminar aquello, pero estaban unidos por la ilusión de asombrar al planeta con una celebración de los valores del deporte desde el trampolín de la creatividad del mundo del espectáculo. El propósito se consiguió con tanta maestría que aún nadie ha superado aquella icónica gala de apertura de unos Juegos Olímpicos que llevaron a Barcelona directa al centro del mapa.