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Escribo este artículo a oscuras. Lo hago empachada acústicamente por un molesto pitido a syte. Misterios de los apagones veraniegos, pero pese a todo milagros de la tecnología que me provee de un intervalo eléctrico extra para relatar lo que a continuación acontece.

Grata noche de autos en El Socors de Ciutadella. Un Brujo, Rafael Álvarez, sale a escena para mutar a Lazarillo y contar las andanzas del pícaro por boca de un actor independiente frente a un público amodorrado por la costumbre de consumir teatro masticado.

La versión de Fernando Fernán Gómez es en sus manos el espíritu dormido del puro teatro. Despojado de adornos y grandezas escenográficas, Lazarillo muestra donde radica la verdadera modernidad de la vida: en el sentir artístico propagado a solas con la palabra. Hambre, vocablo clave que algunos pillan al vuelo entre un patio de butacas que el narrador califica de "nivel". Lázaro encandila.

La cosa no es para menos. La historia de la ambición y el poder, de la injusticia y de las desigualdades sociales del siglo XVI es la misma que la del XXI. La adaptación de la novela anónima, considerada precursora de la literatura picaresca, viene hoy como anillo al dedo. El Brujo repite en Menorca y anuncia que jamás abandonará un Lazarillo que le permite "conectar con el público de una manera especial".

Entre el guión y la improvisación, Rafael Álvarez se mueve como pez en el agua. Guiños tampoco le faltan. Entre vaivenes hacia el mundo de la Corte se permite el lujo de mentar móviles, emails o crisis varias cuyos efectos vacían su bota de vino.

Un Lázaro mordaz viaja a un tiempo actual todavía repleto de pícaros. Tunantes que impiden a la plebe llegar a fin de mes pero no disfrutar de las crónicas del último juglar. Un Brujo convertido a Lazarillo en cuyo interior habita un monstruo de las tablas.