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P ertenezco a una de las familias más influyentes y poderosas de Estados Unidos y siempre he tenido más de lo que he necesitado. Incluso la inversión que supuso mi gestación fue algo desmesurada. Deseaban lo mejor para mí, así que antes de concebirme el material genético de mis progenitores fue sometido a una larga y esmerada investigación.

Querían que yo fuera perfecta y no decepcioné. Crecí sana, fuerte, hermosa. Sin embargo debo reconocer que el mérito no fue todo mío. Recibí los mejores cuidados, las condiciones en las que crecí fueron óptimas. Nunca tuve frío, ni calor, ni demasiada humedad, ni un ambiente demasiado seco. No me faltaron nutrientes, ni cuidados sanitarios. A mi alrededor todo estaba dispuesto para que yo fuera soberbia.

Me crié entre algodones y superé todas las expectativas puestas en mí. Admito que mi vanidad iba aumentando. Mi familia me adora, consideran que soy una de sus mejores descendientes, y oír eso a diario no puede dejar a nadie impasible. Entonces, vivía orgullosa de ser quien era: una Monsanto.

Tal y como estaba previsto llegó el momento de abandonar el protectorado familiar para poder desarrollarme plenamente. Las posibilidades que se barajaban eran varias, pero no acababan de cuajar. Finalmente me otorgaron la mejor misión que podría haber deseado: ir a Haití con 450 toneladas de hermanas mías. No se asusten, no somos obesas, somos semillas.

Nosotras somos la vida, el germen de los alimentos y era un honor para todas poder madurar en un lugar donde la gente pasa hambre. Tener la oportunidad de alimentar a las personas de ese pobre país americano, después del catastrófico terremoto, dio un nuevo sentido a nuestras vidas.

Empezaron los preparativos, la excitación era tal que alguna de mis hermanas incluso brotó. Pobrecitas, esas no pudieron formar parte de la expedición haitiana… Nos empaquetaron y almacenaron en grandes contenedores. El viaje fue muy duro, creí que nunca más volvería a pasar por una experiencia tan dolorosa, pero me equivoqué.

Al llegar a Haití nos recibieron con todos los honores posibles, el Ministerio de Agricultura nos esperaba con los brazos y los surcos abiertos. Pertenecíamos al programa Winner de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y todos nos miraban con respeto. Me sentía orgullosa de mi país, de mis hermanas y de mi misión.

Nos distribuyeron por zonas. Algunos campesinos acudieron a los puntos de reparto y, ante mi sorpresa –y la suya también–, tuvieron que pagar un "módico" precio para disponer de nosotras y de nuestros inseparables herbicidas y fertilizantes, sin los cuales no podemos dar lo mejor de nosotras mismas. Estaba atónita, creía que nuestra misión era completamente altruista. Pasaron los días y mi asombro fue menguando, aminorado por las caras de felicidad de los campesinos que marchaban a casa con algo que sembrar. Una vez más me sentía orgullosa de ser quien era: una Monsanto; y de ser lo que era: el germen de la vida.

Una mañana llegó al lugar un señor llamado Jean-Baptiste Chavannes, su voz y sus gestos denotaban que nos encontrábamos ante un personaje entrañable. No obstante, cuando los responsables de vendernos por un "módico" precio vieron que se acercaba se pusieron bastante nerviosos. Jean-Baptiste –además de ser coordinador del movimiento campesino Mouvement Paysan Papaye (MPP) – es el responsable de la experiencia más traumática que he sufrido, pero gracias a él descubrí quién soy en realidad.

Monsanto –dijo– quiere sembrar Haití de semillas híbridas y éstas son una amenaza para la biodiversidad y para las semillas locales que podrían llegar a desaparecer.

En ese instante creí morir. ¿Yo era una amenaza? No lograba entenderlo. Seguí escuchando atentamente y descubrí que no podría tener hijos. Yo era una semilla infértil, no reutilizable. Mi pesar aumentaba y me costó mucho no perder el hilo de la conversación. Parece ser que mi esterilidad no era un error, era un objetivo. Si los campesinos no podían reutilizar mis semillas cada año tendrían que comprar de nuevas, hipotecando las cosechas a los precios impuestos por mis allegados.

Estaba desolada. Según Jean-Baptiste este regalo envenenado no era más que una estrategia para obtener beneficios en futuras ventas –como habían hecho en otros países–. Afirmó que el 90 por ciento de las semillas transgénicas que se utilizan en el mundo provienen de los almacenes de mi linaje. Quería pudrirme, desintegrarme, todo el orgullo de ser una Monsanto se había transformado en vergüenza.

Desgraciadamente me compraron y me sembraron. Estoy creciendo sin ilusión y deseando no haber existido jamás. Lo único que de vez en cuando me alegra un poco el ánimo son las noticias que escucho de Jean-Baptiste Chavannes y sus amigos a través de algún jornalero de la plantación. La mejor fue cuando entre 8 y 12.000 campesinos haitianos se reunieron para protestar contra nuestra distribución. En aquel momento me di cuenta de que todavía había motivos para creer en la esperanza.

Gracias a los jornaleros de la plantación también he sabido que Jean-Baptiste y sus amigos no están solos. Existe un movimiento global que está luchando para recuperar la soberanía alimentaria. Su apuesta es clara: promover cultivos autosuficientes respetuosos con el medio ambiente y la salud, favorecer a los pequeños agricultores y apostar por los mercados locales.

Yo no pude elegir, tú sí: no me compres.