Sara Calero, envuelta en un manto, en la primera escena del espectáculo. | Katerina Pu

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El sábado pasado tuve la gran suerte de formar parte de algo grandioso, de vivir una de esas experiencias únicas y sublimes que tienen lugar dentro de un teatro y que solo algunos espectáculos consiguen hacerte alcanzar. Fue la compañía de Sara Calero con «La Finitud» la responsable de esta apoteósica travesía. Durante 75 minutos el Teatre Principal de Maó y todos los que, expectantes, nos encontrábamos sentados en las butacas, quedamos inmersos dentro del gran universo que habita el flamenco y la danza española. Cuatro grandes artistas formaban el elenco encima del escenario: Sara Calero al baile, Gema Caballero al cante, Javier Ponce a la guitarra y Juanfe Pérez al bajo. Una conjunción exquisita, para una obra donde el tema principal que aborda es la muerte, o mejor dicho la dicotomía entre la vida y la muerte, y lo logran desde múltiples perspectivas, desde diferentes estados anímicos, incluso desde distintos referentes culturales, traspasando fronteras.

La primera escena, un manto inmenso de tela de forma circular envolviendo y cubriendo por completo a una figura, de allí aparece una calavera, que observa a su alrededor. El siguiente paso es el surgir de un cuerpo desde la tierra para adentrarnos a lo que será una visión, desde distintas perspectivas, sobre cómo el ser humano afronta y encara el concepto de la muerte, de la finitud.

Sara Calero como bailarina y bailaora consigue de forma magnífica acercar, si cabe aún más, el Flamenco a la Danza Estilizada, y viceversa. Su lenguaje, su danza, es muy completa; con una apurada técnica, utiliza todos sus recursos estilísticos para que nosotros, como público, podamos transcurrir por cada pasaje y sus distintos enfoques emotivos, bajo distintos prismas pero con un mismo denominador común, la intensidad de vivir. Su propuesta conjuga la elegancia, la fuerza, la ternura, la pulcritud y el humor.

Lograr adentrarnos en este viaje es posible también gracias al repertorio musical tan certeramente bien elegido y a su interpretación por parte de los tres músicos. Juanfe Pérez posee una capacidad asombrosa de decir y de discurrir con su bajo, capaz de crear ambientes sonoros acertados para cada momento y al mismo tiempo hacernos partícipes de que el Flamenco es infinito y se materializa, en su caso, a través de su talante con el bajo. La guitarra virtuosa de Javier Conde, su técnica acurada, su mano derecha impecable, nos confirma la necesidad ineludible del toque en la manifestación artística del Flamenco. Difícil de describir lo que hizo Gema Caballero con su voz melosa en toda la obra. Además de ofrecernos generosamente su cante prácticamente en todo el espectáculo, lo hizo con la autenticidad, la pureza, el desgarro, el guiño, oportuno y adecuado en cada momento. Las letras de cada tema, todas coherentes y atinadas con la narrativa de la obra.

Los palos flamencos que fueron desarrollando fueron variopintos, entre ellos, una Seguiriya absolutamente sobrecogedora y potente, unas Alegrías vibrantes, cantadas, tocadas y bailadas desde la magnificencia y la grandiosidad que supone el vivir, o unos Tanguillos desenfadados, jocosos y muy ocurrentes.

La puesta en escena con una estética excelente, simple, al mismo tiempo que cálida, con texturas, luces, videoarte y proyecciones totalmente acertadas, completa el cuadro.

La respuesta máxima del público, entero de pie, se respiraba goce, dicha, placer, disfrute. ¡Qué gratificante y reconfortante corroborar una vez más que el amor y el respeto por el Flamenco late vivo en la Isla! Gracias al Teatre Principal de Maó y a su nueva gerencia por incluir en su programación la celebración del día internacional del Flamenco como patrimonio inmaterial de la humanidad.

La Finitud, una palabra preciosa y paradójica al mismo tiempo; inevitablemente me lleva a recordar una frase de Yang Liping, bailarina y coreógrafa China «la vida nunca acaba y la danza nunca cesa».