Pons. La menorquina, junto a su marido y sus hijos Alexander y Anne Selene - m.p.

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Hija de Mevis Pons, más conocido como "Pinxa", Maricel Pons Prats (Alaior, 1952) tan sólo vivió los cuatro primeros años de su vida en Menorca aunque siempre ha continuado vinculada a la Isla. Creció en Palma y estudió Filología Inglesa en Barcelona hasta que en 1975 se trasladó a Escocia para ejercer de profesora de castellano.

Durante aquella época conoció a su marido quien, al acabar sus estudios, consiguió entrar a formar parte del programa de Oficiales Profesionales Jóvenes de Naciones Unidas. Fue destinado a Venezuela y el matrimonio residió en Caracas durante dos años. Posteriormente se instalaron en Viena, donde nacieron sus dos hijos, Anne Selene y Alexander. El periplo de la menorquina continuó en La Haya, Brunei, Omán, Londres y de nuevo Holanda, hasta que el pasado mes de septiembre se instaló en Ginebra.

¿Tiene algún recuerdo de su primera infancia en Menorca?
No sé si son mis recuerdos o los que me continúa contando mi hermana Mayna, que tiene una memoria extraordinaria. Recuerdo haber jugado en las calles, con amigos muy queridos y también el sentimiento de añoranza que me invadía en Palma cuando recordaba a la familia y a mis amigos de Alaior.

¿Por qué se mudaron?
Mi padre había estado en la cárcel por motivos políticos y durante su estancia en prisión aprendió inglés y francés. Encontró trabajo en un hotel de Palma, era el comienzo de la época turística. Ese fue el motivo por el que mis padres, mi hermana mayor y yo nos trasladamos a Mallorca. En Palma estudié el Bachillerato y el llamado "Preu" (curso preuniversitario). Posteriormente me marché a Barcelona a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central y me especialicé en Filología Inglesa.

¿Qué la llevó a decantarse por esta opción?
Me gustaba mucho la literatura, sobretodo la inglesa, y tenía muchas ganas de viajar. En este punto es importante destacar que empecé a moverme en el mundo anglosajón desde jovencita: tras enviudar, mi padre se casó con una mujer inglesa y, al igual que yo, mi hermana también había elegido esta carrera.

Al finalizar sus estudios se instaló en Glasgow. ¿Como surgió esta oportunidad?
Al terminar la carrera de Filología se podía solicitar un intercambio al Ministerio de Educación. De este modo, licenciados en la especialidad de inglés podían dar clases en Gran Bretaña y licenciados en Filología Hispánica venían a España a ejercer como profesores. Llegué a Escocia en septiembre de 1975 y me instalé en Prestwick, un pueblo del sur de Glasgow. No conocía a nadie así que en un primer momento me quedé en una pensión. Al cabo de unos días, la propietaria me dijo con cara de enfadada que si seguía tomando un baño cada día tendría que pagar más. ¡En aquellos tiempos no se conocían las duchas y la gente se bañaba una vez a la semana! Afortunadamente, un mes más tarde me fui a vivir a una casita con dos chicas francesas que también estaban de intercambio.

¿Trabajaba como profesora?
Sí. Daba clases de castellano en dos institutos de Glasgow y posteriormente trabajé como lectora en la Universidad de Stirling. La verdad es que, tras el periodo de intercambio, quería quedarme un año más en Escocia así que escribí cartas a todas las universidades de Gran Breteña e Irlanda pidiendo trabajo como lectora, que es una ayudante nativa del profesor o catedrático. Todas me contestaron amablemente denegando mi petición excepto la Universidad de Stirling.

Una gran suerte...
Sí. Conseguí una habitación en un colegio mayor para postgraduados que estaba en el mismo campus. Recién llegada me invitaron a una cena y me pidieron que llevara algún plato español. Lo único que sabía cocinar era tortilla española y eso es lo que hice. El chico que había organizado la fiesta se quedó prendado de mis dotes culinarias, según me dijo más tarde, y con el tiempo se convirtió en mi marido. ¡Se llevó una desilusión cuando se dio cuenta de que la tortilla era lo único que sabía cocinar!

A eso se le llama llegar y besar el santo...
Pues sí. Fue una casualidad que nos conociéramos allí porque mi marido es holandés y mientras estaba estudiando su último año de Ingeniería en la Universidad de Delft (Holanda), uno de sus profesores le animó a que hiciera un master de Economía Tecnológica en Stirling antes de escribir su tesina y terminar la carrera. En 1979 nos casamos en Maó y, según nos dijeron, fuimos el primer matrimonio civil tras aprobarse la Constitución de 1978. No sabíamos donde casarnos y al final tuvimos que hacerlo en el despacho del juez, donde ahora está el Consulado holandés.

Poco después de contraer matrimonio iniciaron lo que ha sido un dilatado periplo alrededor del mundo...
Sí. En abril de 1979 llegamos a Venezuela. Mi marido consiguió un trabajo como JPO (Junior Professional Officer) en Naciones Unidas y le destinaron a Venezuela. Nos instalamos en Caracas, en un barrio llamado Los Chorros, cerca de la Cota Mil. ¡Teníamos una vista impresionante de toda la ciudad desde nuestras ventanas!

¿Cómo recuerda aquella etapa en el país sudamericano?
Recién casados, llenos de ilusión, con la oportunidad de conocer un país maravilloso y gente muy interesante. Era la época de las vacas gordas en Venezuela, el bolívar estaba muy alto y los venezolanos ricos se iban a Miami a hacer las compras, los llamaban "deme dos", en las tiendas de EEUU porque siempre compraban el doble. En aquellos tiempos los venezolanos ricos te invitaban al mejor whisky escocés como aperitivo. Nosotros nos íbamos los fines de semana con un grupo de amigos franceses e ingleses a acampar en Los Llanos, en unos pequeños islotes en los que no vivía nadie y donde había unas playas espectaculares.

¡Vaya lujo!
Sí. Un pescador nos llevaba hasta allí el viernes por la tarde y le pedíamos que nos recogiera el domingo. Nunca pensamos que no lo hiciera, había una confianza total. Dormíamos en hamacas, colgados entre dos palmeras y aunque debo reconocer que al principio nos resultó incómodo al final nos acostumbramos y dormíamos super bien. ¡El secreto es colocarte en la hamaca de forma diagonal!

¿Continuó trabajando?
Sí. Trabajaba en el consulado Británico en Caracas como ayudante. Hacía un poco de todo: trato con el público, traductora, intérprete e incluso en una ocasión tuve que acompañar al vicecónsul a la cárcel, lo que no fue muy agradable. El ambiente era estupendo e hice muchos amigos en la Embajada Británica, que estaba en el mismo piso. Nos invitaban a muchas fiestas. En una ocasión, organizaron un evento con motivo de la visita del Príncipe Felipe de Inglaterra. Mi marido me acompañó y estuvo hablando largo y tendido con el duque de Edimburgo, ante la mirada sorprendida de los diplomáticos ingleses. Cuando le preguntamos de que habían hablado nos comentó que como los dos tenían el papel de "consorte", príncipe consorte y marido consorte, se habían caído bien

Al finalizar su estancia en Caracas se trasladaron a Viena, ¿no es así?
Sí. Mi marido consiguió un trabajo en la sede de la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial cuya sede está en Viena. Allí vivimos durante cinco años y en esa época nacieron mis dos hijos. Al llegar casi no sabía hablar alemán, que es el idioma oficial, así que me matriculé en un curso del Goethe Institut.

Dicen que la capital austríaca es una de las ciudades con mayor calidad de vida del mundo. ¿Es así?
En 1981 Viena era una ciudad preciosa pero la verdad es que estaba un poco dejada. En algunos barrios los edificios se veían sucios y con el tiempo los fueron pintando, arreglando y modernizando. Había cantidad de conciertos, óperas, ballets, museos y exposiciones. ¡Una maravilla! De todos modos, no hay que olvidar que en aquella época todavía existía el telón de acero. No era muy fácil viajar a Budapest o a Praga. Recuerdo que cuando fuimos a visitar esta última ciudad nos hicieron esperar cuatro horas en la frontera antes de dejarnos pasar, simplemente debido a la burocracia, o como dijo alguien, a las ganas de fastidiar.

¿Dónde se instalaron al dejar Viena?
Nos mudamos a Holanda, el país de mi marido. Él consiguió un trabajo en la empresa petrolera Shell y nos instalamos en La Haya. Ya no éramos los dos extranjeros, sino solo uno, yo. Tuve que aprender el holandés y acostumbrarme a una nueva cultura, me costó pero ahora tengo un grupo maravilloso de amigos y amigas en Holanda y me siento en casa. Durante aquella época trabajé dando clases de castellano en diferentes academias.

Tras cinco años en La Haya, volvieron a hacer las maletas...
Sí. Tras trabajar durante cinco años en la sede, a mi marido le dejaron ir al "campo". Así se refieren en la empresa a ir al lugar donde se extrae el petróleo. Le ofrecieron un trabajo en el departamento de Medio Ambiente de Shell en Brunei.

Debió de ser un cambio drástico...
Sí, lo fue. Experimenté lo que es vivir en un campamento en el que tan sólo residían trabajadores de la empresa. Estábamos cerca de Kuala Belait, un pueblo muy pintoresco, lleno de tiendas regentadas por chinos y a una hora y media de la capital, Bandar. Nuestra casa daba a la playa aunque las playas allí no son como las de Menorca. Nadar podía ser peligros debido a las corrientes y a la presencia de medusas cuya picadura es mortal. A menos de dos kilómetros de la casa, hacia el interior, empezaba la jungla.

¿Se adaptó con facilidad?
Sí. La gente de Brunei es sumamente amable, siempre con la sonrisa en los labios y la mayoría habla un inglés casi perfecto. De todas maneras, hay que ser respetuosos con las costumbres de todas las culturas, si así se hace, normalmente no hay problemas. Teníamos que quitarnos los zapatos cuando entrábamos en una casa, cubrirnos los hombros, no llevar shorts o pasearnos por la ciudad como si estuviéramos en una playa. Además, debíamos respetar el Ramadán no comiendo ni bebiendo delante de ellos cuando estaban ayunando. Al terminar el Ramadan, el Sultán invita a todos los habitantes a su palacio, al Istana, como le llaman ellos.

¿También a los extranjeros?
Sí. El Palacio es muy moderno y muy grande, con escaleras mecánicas, como en los aeropuertos, para ir un poco más deprisa. Después de hacer cola, entrabas en un recinto donde te ofrecían comida y bebida para que te relajaras y te alimentaras bien y después te dirigías a unas salas preciosas para saludar y dar la mano, las mujeres a la Sultana y a las princesas. Los hombres iban a otra sala para dar la mano al Sultán y a sus hijos.

¿Como reaccionaron sus hijos a este cambio de vida?
Cuando nos instalamos en Brunei mi hija tenía diez años y mi hijo siete. Simplemente lo aceptaron. Dejaron atrás buenos amigos pero hicieron nuevas amistades y lo vivieron como una aventura. Mi marido estaba muy pendiente de ellos y durante los fines de semana hacían vela, jugaban al hockey, al tenis. ¡Era un paraíso en este aspecto! No creo que fuera fácil para ellos al principio pero nunca se quejaron.

En 1997 se trasladaron a Omán...
Sí. Fue pasar de la jungla al desierto. Tuve que acostumbrarme y al principio echaba de menos el color verde de los árboles y de la jungla de Brunei. No obstante, al cabo de un corto periodo de tiempo me di cuenta de lo mucho que ofrecía Omán. La costa me recordaba a veces a las calas de Menorca. Muy pronto empezamos a ir los fines de semana a acampar al desierto. Nos íbamos siempre con varios coches, por razones de seguridad, así si uno se queda atascado en la arena, siempre había alguien que te podía ayudar. ¡Es una maravilla acampar por la noche en el desierto y mirar las estrellas!

¿Trabajó durante aquel periodo?
Sí. Tuve la suerte de poder trabajar en el Ministerio de Información haciendo traducciones de libros sobre Omán y ayudando a periodistas españoles a que se entendieran en inglés con funcionarios del Ministerio.

Tras casi cinco años y medio en este país del sudoeste de Asia, regresaron a Occidente...
En el año 2002 volvimos a Londres. Yo siempre he estado enamorada de esta ciudad y me hizo mucha ilusión volver. En todas las ciudades en las que he vivido he encontrado cosas positivas pero Londres es una de mis favoritas.

No obstante, la etapa en Londres fue relativamente corta...
Sí. Tan sólo estuvimos allí dos años. En 2003 regresamos a Holanda. Nos instalamos cerca de La Haya, en un pueblo que se llama Wassenaar, ceca de las dunas y a unos diez minutos en coche de la playa. En invierno puedes dar unos paseos increíbles, esto es lo que hace la mayoría de la gente, aunque llueva o haga mucho viento y luego vas y te tomas un chocolate caliente en uno de los cafés. Durante el tiempo que hemos estado en Holanda he dado clases a funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores.

¿Clases de qué?
De castellano y también sobre la cultura de diferentes países. Me sorprende como a la gente le resulta a veces tan difícil adaptarse a las costumbres de los otros.

Su última parada ha sido Ginebra...
Sí. Este verano mi marido consiguió un trabajo en el World Bussiness Council for Sustainable Development (Consejo Empresarial Mundial para el Desarrollo Sostenible), una asociación de empresas que aspira a un desarrollo sostenible. Así, el pasado 15 de septiembre nos mudamos a Ginebra.

¿Cuál ha sido su primera impresión de la ciudad?
Yo ya conocía Ginebra, había estado varias veces porque mi hija trabajó aquí durante dos años y la había visitado a menudo. Me recuerda mucho a Barcelona, aunque es una ciudad mucho más pequeña y provinciana. Es un sitio tranquilo, apacible y muy caro.

A pesar de haber viajado por medio mundo, ¿continúa visitando Menorca?
Sí. Viajamos a Menorca unas dos veces al año. ¡Nos encanta! Tenemos la suerte de tener familiares y amigos estupendos que no se cansan de invitarnos y tratarnos bien cuando estamos en la Isla.

¿Qué es lo que más echa de menos de la Isla?
La comida. Me encanta el "oliaigu", el pan, la coca bamba, los tomates que nuestro vecino nos regala de su huerto…. ¡Deliciosos!

¿Le gustaría instalarse en Menorca en un futuro?
Sería ideal poder pasar más tiempo en Menorca, pero por ahora hay que seguir trabajando.


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