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Hace unos días publicasteis en vuestro periódico que en el año 1987 Gabriel García Márquez pasó unos días en Menorca. Cuando lo leí recordé mis viejos álbumes de fotos. Esos álbumes hechos con mucho amor durante más de 30 años, certificaron ese comentario. Siempre me gustó hacer fotos; lo peor era cuando llegaba la hora de ordenarlas en álbumes para que pudieran tener sentido con el paso del tiempo. Uno nunca piensa, cuando le invade la pereza ante una mesa repleta de fotografías, que algún día nos darán una alegría inesperada.

Desde hacía varios años mi tío Alfonso Milá pasaba los veranos en su casita de La Solana. Nosotros, sus sobrinos, fuimos uniéndonos a esa costumbre y llegamos a formar un pequeño grupo de Milá's que adorábamos esa parte del puerto de Mahón que acabó siendo nuestra casa.

Alfonso Milá, nuestro tío, se había casado con una colombiana de Medellín: Cecilia. Una mujer que murió muy joven sin dar casi tiempo al matrimonio a disfrutar de un amor como tantos de los que García Márquez había creado en sus novelas. A lo que sí dio tiempo es a que los matrimonios se hicieran muy amigos. Los años de Barcelona de Mercedes y Gabo fueron años de gran cercanía y amistad profunda. Cecilia se sentía en su país cuando compartía la vida con los García Márquez y Alfonso se acostumbró enseguida a ese humor florido y descreído que les definía a todos.

Un día del verano de 1987 Alfonso apareció en nuestra casa, en esa otra casita vecina de La Solana, con una inmensa sonrisa: «¡Dentro de un rato llegarán los Gabos!»: Mercedes y Gabriel García Márquez, ese hombre que nos ha dejado huérfanos hace pocas semanas. La alegría de nuestro tío era grande, sus planes incontables. Cuando se abrió la puerta del Carrer Vivers, la cara de entusiasmo de García Márquez fue tan extraordinaria que todos supimos que de allí no le movería nadie en todo el día. Se dirigió a la terraza que ves en la fotografía que te mando, y con voz bajita recuerdo que dijo: «aquí me quedaré yo como Florentino Ariza en los tiempos del cólera» y se acurrucó en la hamaca blanca colombiana, como si fuera una madre.

Gabo siempre dijo que su mejor novela, por la que se le recordaría, no sería «100 años de soledad» sino «El amor en los tiempos del cólera».

Cuando García Márquez se adueñó de aquella terraza, y se negó a hacer ni uno solo de los planes que mi tío le tenía preparados, comenzó a hablarnos del río Magdalena, de Florentino Ariza y de Fermina. Gabo hizo del puerto de Mahón, de nuestro puerto, un nuevo lugar lleno de su realismo mágico y lo convirtió en el río Magdalena.

Vimos pasar las horas charlando y recordando. Tanto a él como a su mujer Mercedes, les gustaba que Alfonso rememorara su vida de casado en Medellín; se reían a carcajadas con las imitaciones que mi tío hacía de los personajes del lugar, todos conocidos por ellos y, como si de una de las novelas publicadas se tratara, Gabo y su mujer, enriquecían esas historias con comentarios que parecían salir de las páginas de cualquiera de sus libros. Los que tuvimos la suerte de compartir esas horas en S'Altra Banda guardaremos para siempre aquellos instantes mágicos.

A Gabo y Alfonso les gustaba preparar bebidas suaves con zumo de limón, azúcar y ron. Era un día de mucho calor y no fue difícil beber esos deliciosos vasitos que aligeraban el alma.

Para comer Alfonso y mi hermana Clementina habían preparado una crema de lechuga muy fría y una dorada al forn que era imposible que saliera mal porque llevaba fuera del agua las horas justas desde que Manolo, nuestro querido pescador y vecino, la había pescado delante de nuestras casas. También tomamos de aperitivo unos mejillones que Jóse Sámano, mi marido, se encargó de limpiar y de hacer al vapor, simplemente al vapor. Esos mejillones se quedaron para siempre en la memoria de todos ellos porque, dijeron, nunca habían comido nada parecido.

La luz del puerto iba cayendo y García Márquez no se movía de la hamaca. La dominaba a la perfección. La utilizó para dormir una siesta con la brisa que aliviaba aquel intenso calor y cuando despertó, ya cerca de esas horas doradas que desde el agua indican que poco falta para la llegada del fosquet, le dijo a Alfonso: «nunca pensé que tenías tanta razón cuando nos decías que teníamos que venir a conocer este lugar. Es extraordinario. Es adictivo. No me movería jamás de aquí, no lo hagas tú y así podremos volver».

Habían reservado una habitación en el Hotel Port Mahón. Les costaba irse de aquella terraza que ya habían hecho suya porque nuestro puerto, llegada la noche, suele regalar calmas de aceite, noches en que solo se escucha saltar a las llises y los pocos barcos que llegan se guardan muy mucho de hacer ruido. Pero Gabo tuvo que salir de la crisálida de su hamaca y volver al mundo. Fueron tantas las horas que pasó allí, que días después todavía quedaba la marca de su cuerpo en aquella hamaca que Cecilia había traído de Colombia para disfrutar en esa casita que nunca llegó a conocer.

Se fueron al Hotel pero nos confesaron que al día siguiente lo primero que hicieron al despertar fue salir al balcón sobre el puerto y «buscar las plataformas de mejillones, la torrecita de la casa de Merceditas y José, la terraza de Alfonso» y cuando la localizaron sintieron que aquella era también ya su casa.

A los Gabos los acompañaron Chamaca y Juan Luis Cebrián que fueron quienes, en definitiva, les habían convencido para conocer Menorca. Ellos hacía años que sabían que nuestra Isla era un paraíso y no pararon hasta meterlos en un avión y traerlos a un lugar del que casi nadie puede evitar volver.

En la foto que te mando creo que no es difícil percibir que ese escritor inmenso pasó un día muy feliz, como hemos sido felices todos los vecinos de esas casitas que hemos tenido la suerte de vivir 40 años viendo pescar doradas y cultivar mejillones, saltar las llises y llenarnos los ojos de ese dorado que anuncia el final de un día que siempre parece imposible de superar.

Hacer álbumes de fotos es una pesadilla, pero al final siempre traen su recompensa.