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Parecía que con el fin de los bombardeos sobre Libia, terminaban los conflictos mediterráneos. Esta nueva «primavera» llega por San Martín, en pleno otoño, cuando creíamos que los alborotos políticos y sociales se quedarían en la ribera sur mediterránea. Comenzó en Túnez, siguió por Egipto y se cerró a martillazos en Libia, con un resultado que ahora medimos en barriles/día y en millones en inversiones de infraestructuras, las mismas que con nuestros aviones destrozamos. Tampoco hablamos de los más de 40.000 muertos, ni de una represión que viola un montón de artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Más mediterráneos que Grecia e Italia no encontraremos otros países. Los demás tenemos algún costado en otro mar, aunque este detalle geográfico no nos inmunice. No creo en los contagios porque las enfermedades son algo diferente, pero más vale tener los lazaretos a punto mirando con cautela lo que les pasa, que abandonarnos y bajar la guardia.

No es que podemos tirar la primera piedra. Pero nos ha pillado mejor que a helenos e italianos, porque en tres días podemos ver una luz al final del túnel, cuando ellos están entrando con pie incierto en él, confiando a ciegas en dos experimentados tecnócratas. Por supuesto les deseo suerte, no sólo pensando en ellos, sino, egoístamente, en nosotros.

Aún me cuesta creer cómo Italia ha resistido doce años a un frívolo donjuán de barriada, más propenso a la bravuconada que a la reflexión. Sus méritos políticos estaban más cercanos a la manipulación y a la «cosa nostra» que a la debida seriedad de un jefe de gobierno. El que le aplaudiese cierto sector de italianos, no significa que estuviese en el camino correcto. Y sus aspectos de «dolce vita» rozan el ridículo, teniendo en cuenta su edad y condición. El Dr. Marañón refleja bien el estéreotipo tanto en su «Don Juan» como en «Amiel». Esta necesidad de contar, de fanfarronear, es enfermiza. Nuestro saber popular también lo define: «Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces» o «Perro ladrador, poco mordedor». Ahora acaparará todas las culpas, propias y ajenas, en un país en el que dos de cada diez pensionistas inválidos está sano, un cuarto del censo de contribuyentes declara vivir con menos de dieciséis euros al día y hay un montón de prejubilados con menos de treinta años.

Lo de Grecia, también viene de lejos. Unas familias políticas –Papandréu, Karamanlis y Mitsotakis entre otros– han venido usando el poder como territorio de caza en el que se repartían los cotos. Y pensaban que el sistema llegaría a ser vitalicio. No concebían el poder como temporal servicio público a su comunidad y este espíritu prostituido, falto de valores, ha ido calando en la sociedad helena. Lo que hemos dicho de Italia se queda corto cuando hablamos de censos griegos. Quizás la diferencia radique en que el aparato del Estado italiano, cimentado en un buen y seleccionado escalafón de técnicos, resista mejor. Éstos surten hasta el nivel de Dirección General muchos altos cargos del ejecutivo y le dan estabilidad.

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Les queda a ambos –y a nosotros– largo y duro trecho. No es fácil decir que no, sea con o sin tijera. Han tenido más que tiempo para percibir que Europa no era un saco sin fondo y que las políticas presupuestarias miraban a más frentes, desde su ampliación. Ahora ponen en manos de tecnócratas la posible solución. No deja de ser injusta la jugada por muy consensuada que esté. Es decir, una clase política –«berlusconis y karamanlis»– lleva el país a la ruina y se quitan de en medio cuando hay que poner soluciones drásticas que llevarán a enfrentamientos y problemas sociales graves.

Tampoco deja de ser significativa la «purga» que sufrió la cúpula militar griega el pasado día 5. No se ha querido hablar demasiado de ello, ni en cancillerías ni en medios de prensa. Tampoco se divulgó un manifiesto firmado por 2.000 militares el pasado octubre y el «asalto» de 300 de ellos a la propia sede del Ministerio de Defensa. Todo se presentó como un normal cambio rutinario, cuando no hay que ser un napoleón para intuir otros problemas. Incluso podría pensarse que se provocó adrede, para que Europa no se arriesgase al brote de otro «golpe de los coroneles» como el ocurrido en Abril de 1967.

Nadie se atreve a hablar de «economías de guerra» cuando no estamos tan lejos de ellas. Nuestros abuelos ya tuvieron que dar oro para fundir, en un intento altruista aunque desesperado, de salvar las arcas públicas. Aquí ya hay colectivos de médicos que se ofrecen a operar sin cobrar. Y cientos de nuestros conciudadanos confeccionan y sirven comidas a necesitados , algo que no veíamos mas que en fotos de las postguerras. Es el oro de hoy.

¡Estamos en otoño y suspiramos primaveras!

Artículo publicado en "La Razón" el miércoles 16 de noviembre de 2011