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Años hace, y no pocos, que contaba los días que faltaban para su marcha. Osada pero serena y racional, sensible pero escasamente sentimental, Helena enfiló ayer la pasarela que la conectaba al barco de una nueva vida mientras su padre, especialmente, y su hermana no podían contener las lágrimas y su madre, firme, esbozaba una sonrisa más o menos cómplice.

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No es que se haya marchado, es el significado que tiene el que se haya marchado completando así el primer eslabón de su corta existencia en la que abundan proyectos que arrinconan su lugar de origen a partir de ahora.

La insularidad, como sucede con un pueblo interior en provincias, agudiza el desarraigo de los hijos respecto a los padres cuando llega la edad universitaria. Vuelan del nido antes que otros, dejan de aparecer en el paisaje diario de nuestras vidas, debilitan las maltrechas economías domésticas pero, lo que es más importante, al menos en el caso del que suscribe, abren un boquete en el corazón de quienes se quedan aquí y han seguido su crecimiento con entusiasmo más allá de los desencuentros padre-hija que genera la adolescencia. Mañana estaré mejor, pero hoy... hoy siento su ausencia como nunca y apenas hace unas horas que se marchó.