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Viernes noche, en el puerto de Maó. El reloj marca la una y veinte minutos. Cientos de adolescentes, entre 13 y 17 años, comparten espacio en el exterior de la zona de los locales de ocio, otros ocupan las escaleras de la Estación Marítima con botellas de alcohol en las manos. Mi coche atraviesa lentamente la calzada con la curiosidad y el ánimo de descubrir a alguno de mis más próximos allegados. Sin embargo, la fotografía que me ofrece el instante es una perfecta pero lamentable alineación de hasta dos niños y una niña -porque así los considero- separados por no más de un par de metros cada uno, vomitando un manantial de sustancias alcohólicas y sólidas ingeridas durante la cena.

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No es un hecho aislado, tampoco una circunstancia global, pero sí lo suficientemente significativa. 'Ses cenas', como las denominan los estudiantes de los institutos, con las que se coronan las tres evaluaciones del curso han derivado en una prolongación de las fiestas populares en las que el alcohol pasa a ser un componente obsesivo. Todos pasamos algún día por ellas, y pocos o ninguno escapamos a la primera borrachera. El problema es el avance en el tiempo de las experiencias buenas, menos buenas y malas cada vez a edades más tempranas que no se corresponden con las biológicas.

Ahí tiene la sociedad un reto, especialmente los padres que confundimos la confianza con una permisividad excesiva que los hijos todavía no están en condiciones de asimilar. Todo llega a su tiempo en esta vida. ¿Es tan difícil aceptarlo y aplicarlo? Seguro que lo es pero deberíamos intentarlo.