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En verano somos muchos los que como Alberti nos sentimos marineros en tierra. Así que cuando el sol deslumbra el día acudimos a la orilla del mar para disfrutar del rumor de las olas que nos acunan mientras el tiempo se diluye.

Sueñas con gobernar ese velero que navega por el horizonte y quizás, por un momento, añoras la comodidad de tener una piscina en un jardín de verde césped. Pero todo cambia en el instante que tu cuerpo se transforma en color azul.

Sin embargo, ahora abrazar un trozo de costa no es tan fácil. El arenal que nos sumerge en el infinito tiene demasiadas trabas que superar. Estamos en la llamada temporada alta y hacerse con una parcela de arena o un número de olas no es fácil.

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Las playas están parceladas con diversos tipo de concesiones. El aumento de la presión humana hace que al final uno tenga dudas de si la toalla en la que está sentado es suya o del vecino de color rojizo que comparte un espacio poco dado a la intimidad. También se disputan batallas marinas por los derechos de uso de un Mediterráneo que es común pero que todo el mundo considera suyo e incluso terrestres para poder aparcar los coches cuanto más cerca mejor. Y ello pasa porque nuestras aguas son un negocio donde las familias, parejas o lobos solitarios se asoman a un balcón con vistas.

El mar y sol sigue siendo un poderoso imán. Lo comprobé el pasado fin de semana. Las playas del sur estaban cerradas al baño, pero las orillas estaban llenas de gente.

Las calas menorquinas necesitan que julio y agosto no sean solo una caja registradora, sino un complemento más de la oferta turística (llevamos décadas diciendo lo mismo).

Albertí dejó escrito: «¿Qué estás pensando, mar, de los veraneantes?». Y nosotros ¿qué pensamos?