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Hace 30 años, los niños entreteníamos las tardes viendo «V», la serie de televisión en que una legión de extraterrestres-lagarto de apariencia humana invadía la tierra. Gente normal, parecía, hasta que de repente los veíamos abrir más la boca que yo ante un bocata de lomo con queso y zamparse ratas vivas. Entonces nos entraba el mal rollo, y hasta teníamos pesadillas.

Tres décadas después, en Madrid aún hay quien cree ver marcianos. Los de hoy en día son catalanes, demandan la independencia e invaden las calles trazando una cadena humana. En forma de V, claro está. Y son más que el año pasado, y que el anterior. Porque a cada negativa al simple derecho a decidir, a cada torpeza de la España reaccionaria, la Catalunya mediática y política añade otro cargamento de exaltación nacional, y multiplica las senyeras con la misma facilidad con la que Jesús convertía un boquerón en un banco de langostas.

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Que por eso un compañero de redacción celebraba anteayer las canastas de Francia a la España de Llull y los Gasol como si fueran Iniestazos a la escuadra. Como si nuestras Islas no tuvieran más razones económicas que Catalunya para separarse de Papá Estado, o fuera tan fácil pedir el divorcio sin que tu pareja tenga nada que decir.

Así que todo acabará como cuando echas el ojo a otra y tu María te putea para que no la veas. Que acabas enganchado a la 'nueva' y simulando reuniones de trabajo para llegar tarde a casa.

Con lo fácil que sería dejar de tratarse como a humanoides y arreglar las cosas con seny. Sin llamadas a la insumisión. Aún a costa de alterar esa Constitución, para algunos sacrosanta pero que urge reformar más que la torre de Pisa. Entonces, al menos, si la cosa llegara a su fin, terminaría como los amores de verdad. De esos que nunca se olvidan, y algún día vuelven a pellizcarte el corazón. Te digo adiós para toda la vida. Pero toda la vida seguiré pensando en ti...