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Cada día una alegría. Si hace nada el foco de atención iluminaba (y nunca mejor dicho) el debate sobre el aprovechamiento de los faros como oferta hotelera o de restauración, ahora el personal se ha alborotado ante la posibilidad de que se puedan instalar pequeños chiringuitos en las playas vírgenes. De momento, la normativa insular vigente prohíbe esta propuesta, pero no son pocos los que reclaman esta nueva vía de negocio para el disfrute del usuario (que también hay quien los pide).

Creo no equivocarme al afirmar que somos muchos los menorquines que estamos orgullosos de los espacios naturales que se han podido preservar ante la pujante colonización de la actividad humana. Y pienso que esto debe seguir así.

Desde que era un niño hasta ahora, organizar una excursión a una zona del litoral donde solo hay mar, arena y árboles (además de la fauna autóctona) siempre ha sido una pequeña aventura. Uno ya sabe, y sino se informa, que hay que llevarse toda la intendencia necesaria para que no falte de na. Si se quiere bar y camarero - sin que ello suponga una crítica - hay que poner rumbo a otros lugares que cuentan con oferta complementaria.

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Lo que no puede ser es que queramos trasladar o encontrarnos el salón de casa en todos los rincones de la Isla, ya sea en el Camí de Cavalls, en Es Talaier o en un acantilado desde donde disfrutar de una puesta de sol. Bastante overbooking hay en temporada alta para que ahora nos rompan el karma con: «Una de calamares y sangría».

No me gustan las comparaciones. Si en otros sitios se hace, allá ellos. Eivissa tiene su propia marca internacional, Mallorca es Mallorca y aquí estamos como estamos. A la que salta.

A mi me gusta una Menorca diferente y auténtica. No un sucedáneo de no sé qué.