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Mariano Rajoy sacó pecho ayer a partir de los datos del paro que insinúan una ocupación relativamente aceptable en esta prolongada, cruda y desesperante salida de la crisis. Es julio un mes proclive al descenso del número de los desocupados debido, en gran parte, a la temporada turística, y el de este 2015 ha ofrecido las mejores cifras desde el año 1998 lo que no es un dato irrelevante, con 74.028 personas más incorporadas a un empleo y 58.972 nuevos afiliados a la Seguridad Social.

Las cifras son asépticamente positivas aunque bien haremos en distinguir los contratos fijos de los temporales, los horarios completos de los de media jornada o los sueldos dignos de los indignos que se acercan o sobrepasan la explotación por más que la mayoría se agarre antes a un empleo precario que a seguir en la cola del paro un mes tras otro.

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Mientras, aún son más de 4 millones de españoles los que no tienen trabajo. Por tanto no hay demasiados motivos para las celebraciones.

El presidente del Gobierno ha iniciado hace tiempo el guiso de las próximos elecciones generales para evitar una tremenda indigestión similar a la que sufrió su partido en las autonómicas y municipales bajando impuestos y cabalgando a lomos del descenso del desempleo, que está bien, por supuesto, pero no corrige cuantos desmanes ha protagonizado en su gestión desde la manida reforma laboral que maltrató a la clase media.

Desarticulada la rigidez de los contratos anteriores a la crisis, al presidente le queda un largo trecho para consolidar el empleo y garantizar una estabilidad laboral ausente que permita recuperar los salarios perdidos y evite la permanente fuga de las nuevas generaciones en busca del empleo más allá de nuestras fronteras.