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Conocí al general allá por el año 2000 ó 2001 en Argel. Un tipo simpático. Con encanto. Con ese raro don de gentes que consiste en saber prodigarse sin dar nunca tanto de sí que ofenda a quien recibe, ni tan poco que pase por huraño, engreído o displicente: un auténtico militar con piel de diplomático, si es que semejante cosa pueda existir.
Les confieso que no sé a qué fue a Argel el general (no me ocupaba yo en aquel entonces de esas cuestiones). Sí sé, no obstante, que al general no le apetecía realizar aquel viaje (no me pregunten tampoco por qué) y que fue menester emplear abundante munición argumental —aunque toda del mismo calibre, como verán- para doblegar la voluntad del prócer: que si Barbarroja, que si los mahoneses del XIX, que si la abuela de Camus (Sintes, como el general)… Al final, una oportuna escala en Menorca del avión oficial, con visita familiar incluida, disipó las últimas dudas de nuestro hombre.
¡Ya le teníamos en Argel!
Conocí al general en un cóctel en su honor. Yo sabía que era menorquín y que lo llevaba a gala, así que en el momento de las presentaciones le dije que conocía la Isla y que solía veranear en ella. Noté en su mirada un levísimo brillo de decepción: «Ave vulgarísima y archiconocida», debió de pensar. No me di por vencido. Aprovechando esa especie de decaimiento anímico colectivo que, invariablemente, sigue en todo cóctel al final de la rueda de bandejas y antecede a la despedida de los invitados, le abordé:
- Mi general,…
Me escuchaba con atención, en silencio, intuyo que con cierto interés y quizá sorpresa ante lo que le contaba… De súbito, con amplio ademán, llamó a uno de sus ordenanzas que, al punto, me entregó una bolsita de manzanilla.
- Dicen que la mejor es la del Cabo Cavallería, ¿no es verdad, mi general?
- ¡No, la de La Mola!
***
El levantamiento popular de Gamonal ha sido, sobre todo, un no de hastío a este régimen de la destrucción por construcción en que nos metió en los años 60 la mafia político-empresarial que nos gobierna desde entonces y del que urge salir.
Los pretextos en nombre de los cuales se han destruido nuestras ciudades, nuestras costas, nuestros campos, han sido muchos, a cual más cínico: la creación de empleo, por ejemplo, invocada ad nauseam por los responsables —¡los únicos responsables!- de la existencia de centenares y centenares de miles de parados en España; o un modelo de vida que, publicitado como felicidad, ha terminado convirtiéndose para millones de personas en verdadera pesadilla en forma de ciudades contaminadas y ruidosas, bosques arrasados por el fuego, familias desahuciadas, comedores sociales o emigración al extranjero en busca de trabajo.
La causa, sin embargo, solo ha sido una: llenar los bolsillos de la mafia político-empresarial a costa de la destrucción irremediable de lo que es auténticamente nuestro porque no es de nadie: el mar, las calles y plazas, el paisaje, el cielo, el silencio, la lengua, la conciencia colectiva...
"¡Que se jodan!", nos recomendaba una ayer. Otro proclama hoy, a los cuatro vientos, que se aburre de ser multimillonario: tanta es la desfachatez de esta entente del todo por el lucro y para el lucro. Y no lo olvidemos, ¡al precio de la destrucción irremediable de lo que es nuestro!
***
Le confieso, Sr. conseller, que para cuando le nombraron a usted en el cargo que ocupa, yo ya había perdido cualquier asomo de esperanza de que, desde puestos como el suyo, algo pudiera hacerse para bien. Son demasiados años de destrucción de lo nuestro como para no haber aprendido la lección, una lección, por lo demás, siempre igual a sí misma, con independencia de la cara del aburrido multimillonario que nos la dé o de la formación político-empresarial que nos mande jodernos.
Pero, no le miento si le digo que cuando le nombraron a usted conseller de Mobilitat de Menorca me acordé de aquel paquetito de manzanilla, de Camus, aquel descendiente de menorquines que tocó su fibra sensible y —vericuetos de la intrahistoria, que diría Unamuno- nos reunió en un cóctel. También pensé en la Isla del Rey. Y pensé que, quizá usted haría nada para bien.
Sí, Sr. conseller, no me equivoco: «¡nada para bien!»; nada, del latino res nata, «cosa nacida», y por nacida, viva y buena, a diferencia de ese algo de muerte que son unas rotondas cuya única finalidad es seguir alimentando con lo nuestro, con lo que es de todos, la maquinaria de la entente del lucro y el sistema de la destrucción por construcción, como lo llamaba el inolvidable Agustín García Calvo.
Le pido que pare ese proyecto, Sr. conseller, que lo arrumbe al lugar donde duermen eternamente las malas ideas, que nos demuestre a todos, porque aún hay tiempo, que el orgullo con que en su día usted proclamaba su independencia de la mafia político-empresarial no era una vulgar añagaza para seguir engañándonos y destruyendo.