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Varios esfuerzos se han ido haciendo en la lucha por fraguar una identidad balear. Se ha establecido un Día de les Illes poco trascendente para la mayor parte del vulgo en todo lo que supera el mero hecho de que es jornada festiva. El programa oficial de actos en la Isla peca de una predominancia casi monopolizadora de la música. Salvo la excepción del fútbol internacional, no hay actividades de calle, abiertas, de gran implicación popular. Entre 1 de marzo y 1 de marzo, la televisión autonómica ha tenido un cierto efecto en esta elaboración identitaria, aunque su influencia real es incierta. No obstante, en este "sí pero no" que es la entidad balear (los menorquines seguimos viviendo más cerca de Barcelona que de Eivissa), ha surgido recientemente un elemento claramente vertebrador, que contribuye a unir a los ciudadanos de las cuatro islas en una sola voz y nos empuja a compartir sentimientos. Es un sentir pasional, vivo y creciente. Y es que no hay ni un solo balear común, ni un solo menorquín, ni un solo mallorquín, ni un solo pitiuso, que no sienta verdadero rechazo y hastío por todo el espectáculo que están dando de un tiempo a esta parte algunos integrantes (insisto, algunos) de la clase política que se están viendo implicados en sucios casos de corrupción. Estos presuntos son ahora los que más nos unen, en las Islas y, por desgracia, en la imagen que damos fuera de ellas.