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Cuando el calendario anuncia que estamos en los aledaños de la Semana Santa, hay un pez que pide hacerse dueño y señor de la cocina española; no tanto como en la cocina de nuestros vecinos los portugueses, donde ese mismo pez se reivindica como parte fundamental de las mesas lusitanas durante todo el año, sin atenerse a bulas o abstinencias. Ese pez no es otro que el Bacalao, así, con mayúsculas, pues nunca hubo y posiblemente jamás habrá otro pez que, como éste, le haya quitado a las clases menesterosas tantas hambres.

Los zoólogos nos dicen que el bacalao es un pez osteicito, del orden de los gadiformes. Puede llegar a medir más de 1,5 metros de longitud y sobrepasar los 40 kilos. Su zona marítima, que le es más propia, son las frías aguas de Hemisferio N.

Su forma de presentación actual comercializado cara al público es seco, ahumado, salado y últimamente también congelado.

Sin duda, la bien lograda fama del bacalao como producto gastronómico, hinca sus razones en lo fácil que resulta almacenarlo.

Hubo un tiempo, que algunos ya han olvidado y otros por su edad nunca conocieron, en que no teníamos neveras. De tal suerte que conservar un pez sólo era posible secándolo al sol, deshidratándolo o curándolo con sal, y en algunas zonas, ahumándolo, como hacen aún algunos pueblos de pescadores con los arenques.

Dinamarca, Islandia, Noruega, Suecia o lo que para mejor decir forman el conjunto de países de Escandinavia, incluyendo también Finlandia, esa es la patria del bacalao, a donde fueron a buscarlo los pescadores vascos cuando su industria ballenera no encontró ballenas que los justificasen como pescadores. Como les decía, el problema de conservar un producto gastronómico, no es siempre un problema fácil de resolver. De ordinario, suelen perder propiedades tanto organolépticas como proteicas. El caso del bacalao es un caso aparte, pues no sólo se conserva perfectamente, si no que mantiene intactas sus portentosas cualidades. De manera que se consiguió una perfecta conservación, lo que permitía un almacenaje sencillo, sin ocupar otro espacio físico que el de la misma pieza. Con ser esto ya importante, resulta, como les decía, que la carne amojamada, hecha casi una cecina por el sol, la sal y la deshidratación, a la hora de desalarlo recupera, como si fuera una metamorfosis, su genuina textura y su sabor, permitiendo infinidad de recetas gastronómicas, algunas son un monumento a lo que se puede conseguir con un pescado otrora humilde, destinado a las clases más menesterosas.

Si ustedes llegados a este punto se preguntan si se puede hacer lo mismo con cualquier otro pez, es decir, secado al sol, prensado y salado, ya les digo ahora mismo que son muy escasos y además, los otros peces con los que se usa esta técnica pierden su textura, sus condiciones organolépticas, simplemente porque carecen del aceite, la grasa, que este pez tiene, no sólo incrustada en su carne, si no en esa "fábrica" de producir aceite que es su hígado. Aún hoy en día en algunas zonas se sigue aconsejando como poderoso reconstituyente tomar unas cucharadas de hígado de bacalao. Es precisamente su grasa la que permite que la fibra de su carne momificada recupere las condiciones que tuvo cuando era una pieza de pescado fresco.

Conviene decir que donde más bacalao se consume en salazón de Europa es en Portugal y España, ya que la zona donde se captura, mayoritariamente en Islandia y en Escandinavia, el bacalao se consume fresco. La razón, o una de las razones del salado del bacalao se debe a los pescadores vascos, que como decía, persiguiendo ballenas, llegaron hasta Terranova y conocieron las excelencias de este excepcional gadiforme. Había un problema que resolver: traerlo hasta las costas vacas. Y así probaron a secarlo y conservarlo en sal.

El bacalao cobró rápidamente fama de ser algo más que una comida socorrida. A esto le ayudó que antes estaba prohibido comer carne todos los viernes del año. Con el tiempo, la abstinencia sólo afectó a la cuaresma y a la Semana Santa.

(Continuará...)