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La controversia en torno al magistrado Baltasar Garzón y el atasco del Tribunal Constitucional en su dictamen sobre el Estatut de Catalunya han generado en los últimos días un clima de desconfianza en la Justicia.

Declaraciones de autoridades, concentraciones y las manifestaciones del sábado en apoyo del juez ponen de relieve el alcance sociopolítico de las dudas generadas por el poder más discreto del sistema, pero imprescindible para garantizar la calidad y su esencia misma, que es el respeto a la ley, igual para todos.

Esa perspectiva, el imperio del Estado de Derecho, no puede subordinarse a intereses cuya legitimidad cuestione el marco legal, es el límite infranqueable y normalmente incompatible con los maniqueísmos que intentan simplificar causas complejas. Por diversas razones, dotación de medios y el complejo mecanismo previsto en la Constitución para la composición de sus principales órganos, muestra déficits evidentes en su funcionamiento y carece de la agilidad que precisa la sociedad moderna, no sólo para resolver un problema político puntual sino para los miles de asuntos que afectan al ciudadano. Y exigir que funcione bien constituye una reivindicación legítima y muy democrática, aunque corresponde resolverla a los otros poderes.