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El otro día, teniendo yo el compromiso de obsequiar unos recuerdos, opté por las socorridas cajas de almendras garrapiñadas, que cumplen muy bien para esos pequeños detalles de compromisos no excesivos, compromisos que se me presentan cada dos por tres. De manera que me acerqué al convento de monjitas clarisas que me aprovisionan habitualmente de esta dulcería artesana y monjil. La hermana tornera, que además de servicial tiene muy entrenada la memoria, me reconoció nada más hacer girar el torno. Y después del Ave María purísima y el sin pecado concebida, me soltó: "¡cuánto bueno!, ganas tenía de hablar un rato contigo, José María". Y como era hora en que no tenía más compradores de almendras que atender, aprovechamos, con el torno como barda, para cruzar unos párrafos. La hermana tornera, aún en su clausura, está alerta del ir y el devenir de este mundo loco, por lo que se puede hablar con ella de casi cualquier tema de los que suceden más allá de los muros de su convento. Un convento, por cierto, con tantos años sobre sus arquitecturas, que éstas muestran la fatiga de tanta historia.

La hermana tornera sabe como está de enmarañada la maraña de la política. Sabe también que somos un país que en el viejo oficio del chanchullo y la pillería, tenemos más conchas que un galápago y que el bandolerismo romántico es cosa de la literatura, que aquí el que tiene la cara dura no para nunca a mirar que ropas cubren a su víctima, y le da lo mismo que lo mismo le da, que lleve hábitos. Por eso la hermana tornera se ha hecho con un ingenio por donde pasa y repasa los billetes de los euros a partir de 20 en adelante. Billetes a veces de 100 euros que le dan para que se cobre una cajita de almendras garrapiñadas que no vale ni 5. ¿Una caja de almendras tan pequeña y un billete tan grande? Vayamos a que el demonio le haya dado por enredarnos la paciencia. Así que, para evitar letanías que nos obliguen a pensar qué culpa tendrá su santa madre de tener un hijo o una hija que no se le parecen, para evitar eso, lo mejor es pasar el billete por "la máquina de la verdad", ¿verdad José María? Verdad, madre... verdad....

Por cierto, madre tornera, a usted no se le alcanza lo mucho que hablando con usted me acuerdo de las monjitas de Santa Clara de Ciutadella. Una vez entrevisté yo a la madre superiora y, a mi parecer, quedó un trabajo lucido para optar, pensaba, con posibilidades al premio del Diari. Pero no hubo suerte y bien sabe Dios que lo sentí por la hermanita clarisa, que me contó pasajes y momentos históricos, a veces penosos, aunque muy bien contados, de este querido convento de clausura de las hermanas clarisas de Ciutadella, que nosotros siempre hemos dicho de Santa Clara. No le doy la culpa al jurado, porque se conoce que este torpe narrador anduvo en su narración más torpe que de costumbre. Sí...eso debió de ser...

En culquier caso pienso muchas veces en las abnegadas monjitas de Santa Clara de mi querida Ciutadella. Recuerdo, talmente que si la estuviera viendo, a la hermana que encuaderna libros, algunos de mis originales me los ha encuadernado ella dejándolos hechos un primor.

Las manos de las monjas en sus obradores hacen maravillas y la hermanita encuadernadora del convento de Santa Clara de Ciutadella, tiene unas manos que ojalá Santa Clara le conserve muchos años.

¡Oiga hermana tornera! Que digo yo que si se tercia, un día lo mismo distraigo una mañana para que me enseñe el obrador del convento donde ustedes trabajan tan bien trabajadas esa industria de las almendras garrapiñadas, que su mérito tienen y, seguramente, su fórmula secreta. Y si eso, le cuento que desde la torre del convento de las hermanas clarisas de Ciutadella, en las noches sin luna de un mal navegar por la mar, las monjitas, para que los pescadores encontrasen el camino a puerto de un mar que no los tiene, y menos de noche, encendían un fanal para que la lucecita guiase entre la oscuridad a los pescadores. Y es que, hermana tornera, las monjitas de mi pueblo, tienen el corazón de guirlache y el alma empapada de caridad hacia sus semejantes. Dicen que, a veces, algún pescador salvó con bien de un mar embravecido y de una noche tan negra como las alas del grillo, gracias a la lucecita de las monjas de Santa Clara, por lo que, en agradecimiento, dejaban sobre el torno giratorio unos cuantos peces.