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Seguramente la montaña de la tramontana mallorquina se le había quedado demasiado pequeña, demasiado amable, muy a la mano y tan transitada como en una romería. De manera que Tolo Calafat se fue a buscar una montaña donde sólo van los elegidos, una montaña que le acercaba al cielo o a lo mejor era el cielo el que se acercaba a esa montaña. Una montaña que sin embrago, cuando se ponen las cosas a mal poner, se protege de los intrusos, lo osados ocupas defendiéndose con climas gélidos, tormentas de nieve o ventiscas traicioneras, haciendo opaca la visión más allá de un par de palmos de las narices, convirtiéndose en un lugar tan inhóspito que diríase que ni el demonio va allí a por un alma. Sólo los hombres que buscan horizontes únicos, aquellos que consisten en encontrase a si mismos, suben a esas montañas. Y entusiasmados por tocar el cielo con la mano, olvidan al subir que luego hay que descender.

Cuatro de cada diez montañeros fallece al bajar del Annapurna. En su necrología lleva ya 70 montañeros que se han dejado en ella la vida desde que se hizo cumbre por primera vez.

Seguramente mi paisano mallorquín, cuando ascendió en la confianza de su cordada al Annapurna, atraído por ese imán del montañismo en que se ha convertido el Himalaya, le pareció la más hermosa de las ideas. Como a otros tantos, demasiados diría yo, que se han dejado la vida en ese lugar de la Tierra que está tan cerca del cielo. Y a todos les sedujo ese horizonte único que sin visión por una tormenta de nieve no tiene más distancia que la pura y absoluta cercanía de estar solo con uno mismo en esa inmensidad del horizonte interior de cada cual.

El Annapurna es un lugar donde el cielo y la tierra a hurtadillas, clandestinos, se dan la mano para ver juntos la inmensa obra de Dios.

Tolo Calafat ha dejado en almoneda su vida en la montaña, que era su vida. Habrá a quienes les parezca un disparate y ahora mismo les digo que no lo es en absoluto. Recuerdo que hace un par de años atrás me manqué un brazo porque las lajas que sujetaban mi cuerpo en aquel cantil rocoso, decidieron venirse para abajo; quizá para quitarse el ocupa que sin permiso y tumbado panza abajo, fotografiaba las cebas de unos pollos de halcón peregrino. Recuerdo que era feliz al contemplar en un paisaje tan natural cómo las jóvenes rapaces desplumaban un zurito. Entonces me pareció una idea magnífica, un privilegio que sólo debía a mi mismo. Tan sólo después, cuando me di cuenta de dónde estaba y cómo estaba, tan perjudicado que a poco más podría haberme quedado como si me hubieran dado el cloroformo eterno, entonces, sólo entonces tuve conciencia de lo caro que puede resultar ir en busca de una belleza que parece haber sido creada sólo para aquellos que a las dificultades les ponen entusiasmo y las recubren de ilusiones. O quizá sólo para aquellos que saben que algunas cosas son precisamente únicas y hermosas por lo difícil que resulta alcanzarlas.

Déjenme extrapolar sólo lo justo para decir que se ahoga más gente en un vaso de vino que en toda esa agua que tiene el mar y esa sí es una forma estúpida de perder la vida.

Hay quien le gusta montar a caballo. Algunos se caen y se matan o lo que puede aún ser peor, se quedan en lo mínimo de si mismos, postrados para siempre porque la médula tiene esas quiebras y es así de exigente. O aquellos otros que se van un día, en mala hora, a pescar obladas, y el mar, en esa leva incesante de servidores para Neptuno, se los lleva a sus dominios; o aquellos otros que les da por viajar, cansados de que les cuenten como es el mundo y deciden verlo por si mismo, hasta que en esas quiebras de esta vida puñetera que a veces nos zarandea, se cae el avión, se hunde el barco o el autobús se desbarranca. Al fin y al cabo, el montañero mallorquín estaba también haciendo lo que más le gustaba, por más que nos cueste aceptar que, a veces, para eso hay que pagar un peso excesivo.