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Una amiga muy querida, hija de un militar republicano, solía decirme que el día en que dejáramos de hablar de nuestra Guerra Civil cerraríamos, definitivamente, un capítulo doloroso y vergonzoso de la historia de España; pero no, seguimos empeñados en hurgar, erre que erre, en algo que ocurrió hace ya más de 70 años.

Digo y afirmo de vergüenza -propia y ajena- porque ambos bandos cometieron una serie de barbaridades difíciles de comprender y digo y afirmo doloroso porque todos salimos traumatizados, todos, los unos y los otros.

Puede que nadie como yo haya tratado de manifestarse con relación a este episodio con mayor claridad, sensatez y espíritu de concordia; en la hemeroteca del "Menorca", como prueba de cuanto digo, están todos mis artículos publicados a lo largo de estos años, y en el Libro de Actas del Ayuntamiento de Maó, aparecen mis palabras pronunciadas en un pleno municipal de la primera singladura democrática, en que, como portavoz de UCD, manifesté que me sentía orgulloso de que mi padre hubiera sabido morir en defensa de sus ideales, no porque estos hubieran sido los del bando vencedor, sino porque demostró ser consecuente consigo mismo y con sus principios … de inmediato añadí que este mismo orgullo debían sentir los hijos de cuantos murieron del bando republicano, porque demostraron con ello ser también consecuentes con sus ideales y con su forma de pensar y creer.

Afortunadamente no crecí ni en el odio ni en el revanchismo, más bien en la reconciliación y en el perdón, porque el componente cristiano fue una constante en mi niñez y en mi juventud, incluida mi larga etapa en el Seminario en donde, y en plena marea del nacional-catolicismo no se daba "Formación del espíritu nacional", o que después de haber asistido, el 8 de febrero, a la procesión de "Las antorchas", el prefecto del centro, don Xiscu Anglada, en el recreo de la noche nos comentaba que "la nuestra había sido una guerra entre hermanos, con las consecuencias negativas que ello conlleva" (Joan Pons Moll - en "El Espíritu del 78").

Por ello, por todo lo apuntado y por mucho más, me sentí feliz cuando la mayoría de los españoles (el 87,78% de los votos emitidos) aprobamos, en referéndum, la Constitución; Carta Magna elaborada desde el consenso y con renuncias de "unos y otros", convencidos de que lo deseable era establecer un clima de fraternidad que de confrontación … 10 años después, Felipe González, presidente del Gobierno, manifestaba: "En el décimo aniversario de nuestro Texto Constitucional las libertades públicas y los derechos fundamentales están plenamente arraigados entre los ciudadanos de España; el funcionamiento de las Instituciones democráticas es similar al de los países más avanzados de nuestro entorno político, cultural y económico; el establecimiento de un modelo territorial autonómico es una realidad; los poderes del Estado contribuyen, desde sus respectivas responsabilidades y en el ejercicio de sus propias funciones, a la consolidación del Estado social y democrático de Derecho y al logro de los valores superiores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político, proclamados en el artículo primero de la Constitución" (en "TAPIA", Publicación para el mundo del Derecho, editado el 8 de diciembre de 1988).

Dicho lo cual siempre creí que habían quedado cabos sueltos, situaciones y hechos sin resolver, que debían ser subsanados pero desde la sensatez y sin acritud, después de haber sido analizados desapasionadamente, porque todo cuanto ocurrió tiene características poco comunes, porque: "cuando uno piensa en el modo miserable en que la Segunda República se fue al diablo; no sólo por la sublevación del ejército rebelde, sino también -qué mala información tenemos en este país idiota e irresponsable- por la vileza de una clase política mezquina, sin escrúpulos, capaz de convertir una oportunidad espléndida en un espectáculo siniestro. En una sangrienta cochinada". (Arturo Pérez-Reverte –"Cuando éramos Honrados Mercenarios)

Recordando tales palabras, es cuando nos damos cuenta que no todo el monte es orégano, por ello quiero creer que desde un ejercicio de autoestima personal y colectivo, con dignidad y vergüenza, podemos seguir haciendo camino juntos, superando cada uno de nosotros su "drama" personal, estableciendo unos parámetros justos y asequibles para todos y apuntalar así una convivencia en paz y civilizadamente.