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Pilar Lafuente González se incorpora como articulista de Es Diari. Ha estudiado Historia y hace poco publicó su primer libro de relatos "Historias de Menorca". Nació en Málaga en 1950. Está casada con el arquitecto Enrique Mapelli y tiene dos hijos. Es hija de Eusebio Lafuente Hernández y nieta de Lorenzo Lafuente Vanrell, de quienes ha heredado el gusto por la lectura, la historia, los temas menorquines, así como el deseo de compartir los conocimientos con los demás. Tiene casa en la Isla, a la que se siente estrechamente ligada.

Hace muchos años supe que en las tierras que rodean el puerto de Addaya, uno de los paisajes de mi infancia, hubo en otro tiempo una viña. Y que las ruinas que veía de pequeña, junto a una vieja cisterna de marés, fueron en su día un lagar. Mi padre no lo conoció como tal, y de la viña perdida solo alcanzó a ver las barricas que aún permanecían arrumbadas en el edificio.

Hace menos años volví a oír hablar de aquella viña. Yo probaba en aquel momento un vi de la terra fresco y cosquilleante, aún desconocido para mí. Quien me lo sirvió era dueño de la bodega que lo producía, y su interés por la historia del vino en Menorca le había llevado a consultar antiguos documentos sobre este cultivo en la isla, hallando entre ellos referencias de la viña de Addaya. Me habló de la dificultad de reimplantar una industria cuando ésta ha caído en desuso, de apostar por un producto partiendo de cero, de la necesidad de acostumbrar a la clientela a pedir algo que, a veces, ni sabe que existe.

El actual vi de la terra ya no es el antiguo vino que se elaboraba en Menorca, al que los comerciantes fenicios supieron sacar tanto partido mil años antes de Cristo. Ni el que ofrecieron las autoridades musulmanas de la isla a los embajadores del rey Jaime I el Conquistador en 1231, cuando establecieron con ellos el pacto de vasallaje. Tampoco el que consumieron en grandes cantidades los británicos durante su ocupación de Menorca. Ni siquiera el que, una noche, en una taberna de Mahón, acompañó la austera cena del duque de Richelieu mientras probaba por primera vez la salsa que llevó de vuelta a Francia junto con sus éxitos militares. Las pocas vides españolas que se salvaron del desastre provocado por la filoxera en el siglo XIX fueron trasladadas a Francia, y allí sobrevivieron mezcladas con otras variedades de ese país. Así volvieron de nuevo a España, renovadas y distintas.

Hoy, seguramente, el vino de la tierra ya no tiene el mismo sabor que aquel producto autóctono de antaño. Su producción no alcanza en la actualidad, ni de lejos, la extensión de los antiguos viñedos menorquines. Del millón largo de hectáreas que se dedican al cultivo de la uva en España (somos el país con mayor superficie destinada a viñedos del mundo y, desde luego, de Europa), tan solo veinte, aproximadamente, corresponden a Menorca.

Son cifras reducidas. Bien. En ninguna parte está escrito que tengamos la obligación de alcanzar un determinado número de botellas al año. Lo que hay que hacer es bebérselas. Apreciar nuestro vino comenzando por consumirlo. Por creer en lo que hacemos y hacemos bien. Visitar las bodegas en los casos en que esto es posible es una buena opción para pasar un rato de ocio y disfrute.

Aprenderemos más sobre nuestro vino, su historia y desarrollo, su decadencia y feliz resurrección, y nos sorprenderá la excelencia de un producto sometido, como todos los nuestros, al difícil equilibrio que supone la insularidad, circunstancia que no parece asustar a sus promotores. Así podremos hablar del vi de la terra Illa de Menorca con conocimiento de causa y mostrarlo con convicción a quienes nos visitan, contribuyendo a crear riqueza económica y cultural. Lo demás llegará, tarde o temprano.

No se me ocurre otra manera más placentera de hacer patria.