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Es oportuno el entendimiento de la crisis de 1929 como principal precedente de la presente crisis económica, explícita ya en 2007. La crisis de 1929 tuvo puntualmente un origen monetario, dado que el Patrón Oro, entonces vigente, limitaba la oferta de dinero, al depender esta del volumen de oro del encaje bancario; asimismo las monedas-oro eran las únicas aceptadas en los intercambios internacionales. De manera, que la escasez de oro metálico en el mundo redujo la cantidad de dinero en circulación, en metálico y también en activos bancarios (cambios-oro). Los efectos de las restricciones monetarias condujeron a la depresión económica, manifiesta alrededor de 1929, en el conjunto de países vinculados al sistema Gold Standard.

Por otro lado, la deflación estructural (1925-1929), expresada en la ratio de precios entre los de bienes primarios respecto a los precios de manufacturas era desfavorable a los primeros, sometidos a sub-consumo o sobreproducción; lo cual en sociedades donde predominaba la producción y el comercio de alimentos, materias primas y energéticos, condujo a una caída generalizada de los precios, expresada en el índice internacional de precios, dada la alta elasticidad renta/demanda de consumo de los bienes industriales causantes del crecimiento económico en los primeros dos decenios del siglo XX: Automóvil, electrodomésticos, segunda vivienda y productos químicos. Efecto este, de la caída de precios, que coincide con la interpretación monetaria, fundada en la teoría cuantitativa del dinero, donde el descenso de la oferta monetaria, a igualdad de renta, provoca la caída de los precios.
En la crisis actual encontramos evidentes analogías con la crisis de 1929, en sus orígenes y en sus manifestaciones. La crisis de 2007 arrancó, como es sabido, con la irrupción de activos financieros de valor cero, con epicentro en EEUU; pero presentes también en Europa, que condujo a una tajante reducción del crédito bancario en los mercados financieros, a todas las escalas y a la quiebra de importantes bancos en Norteamérica y en Reino Unido, Alemania, Francia y otros países. Ello ha supuesto una radical restricción en la oferta de dinero en el mundo.

Asimismo el descenso de recursos financieros ha inducido la quiebra a numerosas empresas, sobre todo entre las menos competitivas y, por tanto, las que eran más dependientes del crédito bancario. Por esa vía, la deflación monetaria ha aflorado la depresión económica estructural. En esta crisis, como en la de 1929, también caen los precios, consecuencia de la caída de la oferta monetaria -teoría cuantitativa del dinero- y de la caída en el consumo como resultado del descenso del empleo de población activa y de la capacidad adquisitiva de los ciudadanos, en su conjunto. La deflación monetaria también ha conducido a la deflación estructural. Ambas deflaciones están correlacionadas, pero los primeros indicios de cambio cíclico, de agotamiento de la fase expansiva, aparecen primero en el ámbito financiero: Escasez de dinero metálico o fiduciario y falta de estabilidad monetaria. El principal efecto común de ambas crisis es el incremento del desempleo. A principios de los años de 1930 la tasa de paro en EEUU fue del nivel hoy alcanzado en España.

Quiero notar que la crisis que se padece hoy en día, como ocurriera con la de 1929, no ha sido provocada por el mercado ni por la teoría que lo sustenta. El problema no radica en los fundamentos esenciales del sistema productivo, sino todo lo contrario. Una vez más, el sistema ha sabido reaccionar de modo automático ante los desequilibrios -ya por defecto, ya por exceso- de los agentes financieros y económicos en general, tanto público como privados, exigiendo los reajustes necesarios, aunque sean en ocasiones socialmente dolorosos; pero el mercado no es el responsable de ello, sino los agentes que actuaron sin mesura y sin tino, contra lo que enseña la teoría económica; de modo, que por encima de la voluntad errática de algunos agentes, la economía de mercado requiere e impone el cumplimiento de sus reglas, que vienen definidas por la libre competencia y por la ética en los negocios. La economía, la gran desconocida, es la ciencia social reglada con fundamento científico y virtualidades generalizadoras. Otra cosa son las políticas distributivas que siguen a la creación de riqueza. Aquí la regla de oro es fortalecer las instituciones, a todos los niveles, con el principio de igualdad de oportunidades. Las regulaciones a "toro pasado" no suelen ser eficientes. En un plano doctrinal son agudas las palabras de Benedicto XVI, pronunciadas hace poco más de un año: "Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional. Urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiariedad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común, y a comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad" (Encíclica Caritas in Veritate, Roma, 29 de junio de 2009, n. 67).