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La experiencia debería abrirnos los ojos de par en par, pero las legañas de nuestra inocencia, de nuestra buena fe, mantienen nuestros ojos pegados hasta el punto de que la realidad se nos aparece borrosa, difuminada. Eso hace que pasemos del aplauso y la admiración a la postura del que ha sido inocentemente engañado. Vemos tantas y tan variadas películas que ya no sabemos distinguir la ficción de la realidad y en muchas ocasiones, preferimos tragar que dejar de comer. Las noticias en los medios de comunicación, que son los que nos desperezan en las primeras horas del día en estudiada combinación con nuestro primer humeante café con leche matutino, hacen que se nos quede el croissant petrificado y goteante en el borde de la taza. Si se nos preguntara por cuál de los dos apostaríamos sería de difícil respuesta, porque yo creo que han nacido el uno para el otro, son complementarios. La suavidad y templanza de uno contrasta con el ardor del otro y ambos dejan su efímera existencia en nuestras manos que, como con casi todo, acabamos rompiéndolo, ahogándolo y engulléndolo a grandes sorbos. A lo mejor ni nos damos cuenta de que ese va a ser nuestro primer acto de violencia, de sabrosa y reconfortante violencia y por el que hasta llegamos a pagar, a pagar por darnos un gustazo.