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Ayer me amaneció el día en ese oficio de hurgar en mi archivo y acerté a detenerme en unas cartas, una correspondencia epistolar que conservo con cariño de mi recordado amigo Ramón Cavaller Triay, que gloria haya, y entre las hojas un dibujo que me llamó la atención, un artilugio, unas pinzas casi como una tenaza para manejar una morena viva. Recordé entonces que un día le pedí a Ramón Cavaller que me socorriera en mis ignorancias de lo gastronómico sobre lo que él sabía sobre ese pez serpentiforme que le decimos morena (Muraena helena); en Francia la dicen muréne; en Alemania muräne; en Inglaterra morai; en Italia, murena; en Portugal, morzia; en Galicia morea; en Menorca, morena, morene o murana. Que por cierto, allá por el 1867, se vendía este pescado en la plaza de Ciutadella a 1,25 (una peseta con 25 céntimos) el kilo. Claro, que hace 144 años atrás, un jornalero del campo ganaba 1 peseta con 75 céntimos al día, un herrero 2,25, un maestro albañil, tres pesetas, un peón albañil, 2, un labrador trabajando de sol a sol, ganaba 330 pesetas al año. En la plaza una perdiz costaba 1,25 pesetas y una becada (sega), igual. Fíjense en la desproporción que tenía la cesta de la compra con el salario. Un hombre trabajando a jornal todo el santo día en el campo, si compraba un kilo de morena le quedaban sólo 50 céntimos.

Me quiero acordar de lo que Ramón Cavaller me contaba de las excelencias de la carne de la morena en la hora gloriosa de hacer una sopa de pescado o un arroz caldoso. Los dos, Ramón y yo, teníamos una porfía sobre la conveniencia de quitar la piel a este tipo de pescado. Yo creía tener averiguado que la piel da un si es no es de amargor. En lo que sí conveníamos los dos era que la cabeza había que desecharla y que la parte buena, como pasa con su primo el congrio, es la zona llamada de la ventresca, es decir, la parte abierta. Desde la zona excretal hasta el final de la cola tiene mucha espina, aunque sirve para caldo (fumet).

Por Plinio el Viejo y por Marcial, sabemos que la morena era el pescado más apreciado entre las casas bienestantes de los romanos.

Frente al pueblo de Chipiona (Cádiz), aún se conservan bien visibles los distintos estanques o piscinas frente al monumental faro de esta preciosa población gaditana. Cuando subía la marea, se cebaban estos recintos para que entrase la pesca. Luego, al retirarse el agua, quedaban a merced de los pescadores que entre un par de palmos de agua cogían la pesca con cestos. La morena, mucho más escurridiza se resguardaba entre las piedras. Entonces eran capturadas con fitoras de dos o más dientes (la fitora es un artilugio de pesca romano). No he conseguido encontrar documentación que me dé luz sobre si los griegos ya empleaban este artilugio, pero tengo para mí que quizá hurgando en la penumbra de aquellos tiempos, no parece descabellado aventurar que en la mismísima prehistoria se usaría la fitora de caña o de madera endurecida al fuego.
Los romanos mandaban a un sirviente al fórum piscarium a comprar pescado desde el siglo III a.C.

Cuenta Cayo Irrio que a su piscifactoría acudió en una ocasión el mismísimo César al retornar éste a Roma, victorioso de una campaña en la Galia, porque para agasajar a los "que le bailaban el agua", se le ocurrió dar un banquete de "dalt de tot". Como plato principal, morena, 6.000 morenas se guisaron para el festejo. No les quiero yo dar trabajo, pero calculen lo que pueden ser 6.000 morenas retorciéndose en un recinto a la vez, como sólo la morena sabe hacerlo. Lo malo de aquellas morenas estaría en la bárbara costumbre romana de arrojar de tanto en tanto algún esclavo a las charcas atestadas de morenas hambrientas. Parece que un tal Vadio Pallion afirmaba que luego la carne de este pez estaba más sabrosa. Tal degeneración lo confirma más tarde Plinio en sus escritos. Nos cuenta también Plinio que hubo un emperador que intentó erradicar tal bárbara costumbre, aunque fracasó. No podía ser quizá de otra manera, pues qué se podía esperar de una civilización gobernada por hombres como Licinio Graso, cuyo currículo nos apercibe de que tenía una inmensa fortuna que se entretuvo dirigiendo lo más florido de las centurias romanas para derrotar a Espartaco y que lució un luto riguroso a la muerte de una morena que tenía en una piscina de su villa.

Seguro que aquel que fue en vida mi compadre, Ramón Cavaller, le habría encantado comentar estos y otros desatinos sobre los romanos y las morenas, porque a Ramón, como a mí, nos ha gustado saber cómo se trabajaban la intendencia del papeo otras civilizaciones, por más que en este caso el barbarismo es más que ostensible y eso que no hemos ni tocado las excentricidades de los romanos en la mesa, nadie en ese punto como ellos, que incluso inventaron el vomitorium, del que un día ya les contaré.