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Todos y cada uno de nosotros debe asumir sus responsabilidades con total naturalidad, sin dramatizar y siendo consecuente consigo mismo y con la sociedad.

Alguien que de esto sabe muchísimo más que yo, hablando de éste "verbo", el dimitir, aplicándolo a Rodríguez Zapatero, presidente del Gobierno, me decía que de producirse su dimisión, que no se producirá, las consecuencias positivas iban a ser inmediatas, será, me decía "como una cascada" o "una explosión en cadena".

Mi mirada incrédula evidenciaba que no comprendía sus argumentos que se fundamentaban en una sola palabra: confianza.

La sociedad española, seguía diciéndome, ha perdido la confianza en el presidente y no digamos de los que manejan el entramado económico, los cuales no solo dudan de sus proyectos sino también de su capacidad para liderar una remontada o cambio a mejor; estamos donde estamos, añadía, por su ineficaz capacidad de gestionar una crisis que no acertó a detectar, ni en su magnitud ni en el momento justo y que luego, a toda prisa, intentó, él y sus ministros, parchearla, cuando lo necesario era actuar con rapidez e inteligentemente.

Un cambio de Gobierno, una dimisión o un adelanto de las elecciones sería balsámico, tanto aquí, en España, como más allá de nuestras fronteras; créeme, repetía, el capital afloraría de inmediato y la recuperación se iniciaría por sí misma, con tan solo el anuncio de la medida adaptada, ya fuese dimisión o, la más conveniente y sensata, el adelanto de elecciones.

En parte entiendo –pero no comparto– la actitud del PSOE, hoy la ventaja del PP está en torno a los 15 puntos, mañana, de consumarse la legislatura, solo Dios sabe cuál será la diferencia entre ambas formaciones políticas, de ahí el planteamiento egoísta que se basa en su propia existencia como partido, y que no está en función del bien común, de España. En esta ocasión, como ocurre en la mayoría de ocasiones, los intereses partidistas priman más que los intereses generales, pero cada partido político –me temo que todos– utiliza las dos varas de medir y aplica la que le favorece más y en cada ocasión.

Lo que resulta alarmante es que un presidente de un país con 4,3 millones de parados no tenga el valor de dimitir y allanar con ello el camino para que otro u otra logre frenar, con otros planteamientos socio-económicos-políticos, esta inercia negativa y se inicie el camino de la recuperación.

Me suena a burla escuchar a Rodríguez Zapatero exigir lealtad al partido conservador porque él es el primero en no practicarla; su lealtad está con el país, especialmente con quienes sufren en propia carne su mediocridad como político que no solo ha llevado a la ruina a España sino que ha dilapidado la confianza de quienes en su día le votaron.
Es cierto que a un presidente se le exige muchas cosas, olvidándonos que no es un mago sino un ser humano con sus limitaciones y también con sus virtudes, pero sobre todo se le exige que anteponga el bien común a cualquier otro interés, por legítimo que este sea.
En el III Congreso nacional del CDS, celebrado en Torremolinos los días 10 y 11 de febrero de 1990, cuando los asambleístas tenían "acorralado" al secretario general, a José Ramón Caso, exigiéndole explicaciones sobre el apoyo que el partido suaristas estaba prestando al gobierno socialista de Felipe González, Adolfo Suárez subió al estrado para contestar con contundencia y rotundidad: "Lo que importa, dijo, es la gobernabilidad de España, y no aprovechar la coyuntura actual para iniciar una vendetta personal".

Bastaron estas palabras para convencer a la mayoría de quienes estábamos allí, porque no solo era una razón de vital importancia sino que reforzaba la talla de un líder.
Mi admiración y respeto por Adolfo Suárez son de sobra conocidos; con sus fallos y sus grandes aciertos, supo ser un presidente excepcional cuya única obsesión era España… pero hablamos de otros hombres, de políticos totalmente diferentes; los de las primeras etapas democráticas, que desde planteamientos ideológicos diferentes acertaron a cimentar una nueva España, y los de ahora, lógicamente no todos, que se mueven, como afirma Victoria Camps, "por la inesquivable pulsión de perpetuarse en el poder".