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La legislatura autonómica que ahora concluye ha sido decepcionante en el ámbito del desarrollo institucional. El despliegue del nuevo estatuto, aprobado cuatro años atrás con un contenido de vocación netamente descentralizadora en favor de los Consells insulares, se ha malogrado por las circunstancias o por ausencia de voluntad política. La primera razón alude a una doble dificultad, la falta de estabilidad del Ejecutivo presidido por Antich, con un socio destruido por la corrupción y en minoría buena parte del mandato, y la grave crisis económica que ha obligado a centrar los esfuerzos en ese campo. No parece, en efecto, que se dieran las condiciones más propicias para abordar un reto estatutario que implica además una reforma de cierto calado en la estructura de la administración balear. La segunda razón alude al débil compromiso de las fuerzas políticas encargadas de liderar el progresivo traspaso competencial después del consenso alcanzado en la casi unánime revisión estatutaria. Las escasas materias transferidas al Consell de Menorca no pasan del plano simbólico, el balance es manifiestamente deficitario y, desde la óptica de las expectativas creadas y la justa reivindicación de una administración más ágil y cercana, causa inevitable frustración.