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La muerte de Osama Bin Laden, celebrada como un éxito de la lucha contra el terrorismo ha merecido una reflexión desde el Vaticano. Su portavoz ha dicho que "un cristiano no se alegra nunca de la muerte de un hombre" y además "se compromete para que cada acontecimiento no sea ocasión para el crecimiento del odio, sino de la paz". Esta reflexión se produce un día después de la beatificación de Juan Pablo II, que ha tenido una repercusión mundial proporcional a la grandeza de su figura. El Papa Wojtyla mantuvo siempre una actitud firme en defensa de la paz y de la dignidad de toda vida humana. Supo pedir perdón ante el muro de las lamentaciones de Jerusalén y perdonó a quien intentó asesinarle. Esta actitud basada en valores evangélicos ayuda a construir un mundo mejor y más seguro. Es evidente que Bin Laden representaba un peligro para el mundo, por su visión deformada de la religión y el fomento del odio. Su desaparición responde a un deseo de justicia, sin juicio, pero no sirve para construir un mundo más seguro, en el que las personas, los países y los gobiernos fomenten la reconciliación. Justamente después de su muerte se temen las represalias. No hay que acabar con las personas sino con el odio y las causas que lo provoca.