Enrique y Paquita peinando en una de las muchas demostraciones que realizaron en el Club Marítimo de Mahón

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Recordar la peluquería de casa Paquita es una gozada. Me explicaba Tomás, el porqué de "Mi Salón". Así la bautizó su madre, ya que en verdad se trataba de su peluquería, de su sueño, el tener un negocio al que estaba dispuesta a dedicarse en cuerpo y alma.

Lo que Paquita ignoraba, a su regreso de la capital española, es que debería ser la maestra de un joven muy especial, el que sería su esposo, padre de su único hijo.

Él, Enrique Bes, nada sabía del oficio de su joven esposa. Alguien dijo que querer es poder y así fue. Bes, que había pertenecido a la quinta del biberón, llevaba tal bagaje de diferentes aprendizajes tras ocho años de mili con destinos diversos, se dispuso a apoyar a su mujer, disponiéndose a aprender el oficio, lo logró pero no fue capaz de hacer sombra a la gran peluquera, a su Paquita, ella siempre fue la mejor. Lo que sí logró el tarraconense fue ser único en cuando a la belleza de las manos, logrando manicuras insospechadas. Al citar a Enrique Bes se le asociaba con el mundo de las manicuras " mai vistes", tenía un don, sabía sacar lo jamás sospechado, incluso en las uñas pintaba las imágenes del juego de póquer.

Fue la primera peluquería de la Isla que dispuso de una mesa especial para el maestro. Se trataba de una mesita de unos treinta centímetros de ancho por sesenta de largo, con dos agujeros o soportes para unas redondas bandejitas al estilo "ribelleta", en una se depositaba el agua templada donde se tenían los dedos unos minutos en remojo, mientras que la otra servía para los algodones y los frascos de acetona y lacas para las uñas. Ahí quería llegar yo, a los pequeños botellines de pinturas de uñas. Paquita era tan buena que siempre que las niñas de la plazoleta íbamos pidiendo frascos vacíos, de disponer, nos iba entregando a cada una de nosotras "perquè no hi hagués baralles".

Los primeros años debieron ser duros y difíciles para la novel pareja. Posguerra, y a pesar de que las mujeres iban copiando las pautas que marcaban las artistas que invadían las pantallas de los cines, ondulaban sus melenas, "ones a l' aigua". Las permanentes, la famosa casa Henri Colomer, La Solriza . Como si fuera hoy un gran aparato negro con dorados con el anagrama presidía aquella estancia de la Plaza de san Roque. Vivien Leigh, Rita Hayworth, Maureen O´Hara, mujeres con grandes ondas, hasta que los americanos se inventaron el rubio platino, color que se conseguía al mezclar agua oxigenada con amoníaco, de hacer buen tiempo, sentaban a las señoras al sol, para que el rubio cogiera consistencia. Las morenas de Julio Romero de Tormes, pasaron "de dalt a baix".

Fueron oscureciendo los clásicos negros y los castaños también, la Monroe amén de ondular su melena, cambió su color, que era castaño, dejando caer una gran onda sobre su ojo derecho, dando un toque de sofisticación, y Paquita siempre atenta a las artistas de cine, teñía, hacía permanentes cortaba a lo garson, a lo chiquillo o a la romana y marcaba, siempre dispuesta a complacer a su clientela, que buscaba el parecido de las artistas de la Metro Golvin Mayer.

A principio de los cuarenta continuaban con los abonos. Cinco duros al mes cubrían ser peinadas dos veces por semana, haciéndoles el moño a las señoras mayores. Todas las mañanas a las 9, la sala solía estar llena, guardando cola, sentadas en su correspondiente silla de "boves". La mayoría se lavaba la cabeza en su casa semanalmente y otras cada quince días. "Trobaven que n'hi havia prou". Lo verdaderamente importante, era ir "ben pantinades dos dies seguits". Se les cepillaba el pelo continuando con el peinado, la mayoría con su moño de "vella". Mientras unas lo llevaban tirado hacia atrás rematado sobre la nuca .Otras lucían grandes ondas bien marcadas con "llinosa" fijapelo. Los domingos y festivos abrían las mañanas, teniendo en cuenta que bajaban las gentes del campo y las urbanas trabajaban hasta el sábado por la tarde.

De esta manera, Francisca Marcos, se crecía en el oficio aprendido en Madrid. Lo importante era servir a su clientela, que ésta se sintiera satisfecha de cuanto se le hacía en su peluquería. Que por otra parte debo decir que las usuarias de Mi Salón se dividían en las de primera hora de la mañana, las artistas del Trocadero y sus aledaños, presentándose a partir de las once, sin faltar vecinas "i d'altres que vivien a s'altre cap".

Al intentar hablar del tema de la peluquería de aquellos tiempos, creo que es mi deber que, a pesar de no ser del oficio, será interesante para que quede ahí en la hemeroteca, escribir sobre que era la permanente:

La Henry Colomer y la Solriza, por mediación de su representante, distribuía, según pedido, unos pequeños saquitos que después de remojarlos con agua se iban depositando en porciones de cabello que antes se habían enrollado en bigudíes de hierro, desprendiendo un fuerte y desagradable olor. " Pudia com una bulló ". Transcurrida una hora quedaban como auténticas abisinias. Claro que esto es lo que las clientas pedían, ya que se hacía el gasto, que durara…Y llegó otro distribuidor, el rizado Marsel, lo llamaban marcado al agua, dando nombre a las populares "ones a l'aigua". Se trataba de unas tenacillas de dos patas. Primero se hacían los caracoles y después quedaban las ondas marcadas, al terminar el peinado, se ponían "clips de mosca", las conocidas como horquillas invisibles.

Con el tiempo hubo muchos cambios y muchas innovaciones. Las abuelas del siglo XXI, recordamos "es floquets de paper". Que hacían las veces de torsillos, pero en vez de ser de metal o hilo de electricidad, hacían la misma función aquellos papeles que se recibían en unas cajitas especiales.

Las niñas de comunión, que debían peinar tirabuzones según la última moda, acudían una semana seguida, cada día a que las peinaran con tirabuzones, que la peluquera les iba marcando con sus propios dedos. De desear quedaran "ben forts" la niña debía soportar durante un tiempo dormir con la cabeza repleta de cañas… sí, sí, no me equivoqué, leyeron bien. Se cortaban trozos de caña de unos 10 centímetros de largo donde se iban enrollando las porciones de pelo quedando bien marcados.

Me recordaba Tomás Bes, que su madre acostumbraba obsequiar a sus clientas con el peinado el día de la boda o de la comunión.

Debo añadir un dato que el pasado sábado obvié. Cuando lavaban la cabeza, la palangana disponía de un tapón y a la vez una manguera que iba directamente a un cubo, éste recibía el agua sucia, se debía ir con mucho cuidado que éste no se llenara más de lo previsto, ya que "reguelimava i hi havia suc per tot".

En el cacharro que iba el agua con el pomo de regadera para lavar el pelo se le depositaba el champú que no era otra cosa que un sobre de polvos que bien removidos producían algunas burbujas "no gaire". Podría decirse que parecían cocteleras, con tanto remover para que se disolvieran los mismos. (Continuará)
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