TW
0

La primera vez que escuché la palabra "mercado" era una traducción. De hecho, mi madre iba todos los días a Sa Plaça a comprar, pero a los forasters les decía que iba "al mercado". A ella le gustaban mucho las traducciones sui generis y no se cortaba un pelo: tenía la costumbre de ir a la iglesia de las monjas de clausura y, sin complejos, la llamaba "casa de las monjas cerradas" (habría que incluir estas perlas, junto con el mesquinet y el water chemal, en el estudio de las "modalidades menorquinas" que se nos viene encima). Pero iba a lo del Mercado con mayúsculas, al que ahora no vamos sino que viene a nosotros como el nuevo hombre del saco: los mercados dicen, los mercados dictaminan y, lo más intimidante, se cabrean, nos examinan y nos ponen notas y deberes. En fin.

Se lo pregunto en Fornells a mi economista de cabecera:

-¿Quiénes, qué son, maestro, esos mercados que dan tanto miedo?

-Pregúntate más bien qué son y qué hacen los gobiernos, pequeño saltamontes, por qué gestionan tan mal sus economías…

Así que de nuevo, ellos, los políticos, son los culpables. Resulta irritante, que queda más british que indignante, más adecuado a la paz que emana de mi ullastre. Y es que las cuestiones mosqueantes son tantas y tan variadas que si uno se diera a la vorágine del cabreo sostenido la vida sería un infierno. Y no sólo son las macro cuestiones, la crisis económica, las guerras emergentes, las desigualdades flagrantes (es muy instructivo darse un garbeo por el muelle y observar la vida en los yates atracados, las que nos tienen en una zozobra permanente. Está la permanente irritación de las pequeñas cosas, cuyo inventario se va acrecentando a medida que uno se adentra en la senectescencia, que no es otra cosa que la adolescencia de la vejez, y sus manías se van consolidando.

Pensaba en algunas de ellas el otro día, tras recorrer Binibèquer, Binisafúller y Sa Mesquida y quedarme con las ganas de tomar un baño por imposibilidad manifiesta de aparcar. Volví a casa a guarecerme del cabreo bajo el árbol centenario y, tras hojear "Es Diari", pensé que me iba convirtiendo en un cascarrabias por la cantidad de cosas que últimamente me vienen irritando. A saber:

-Los latiguillos político-periodísticos tipo "con la que está cayendo", "como no podía ser de otra manera", o la cantidad de asuntos que se "retoman" en vez de reanudarse o que "finiquitan" en vez de simplemente terminarse, y la invasión de anglicismos tipo "rating", "consulting", "timing", "feeling", "coaching", incluso he leído ese horror de "balconing"… Por cierto, ¿acabaremos viendo saltos al vacío como en el crack del 29 del pasado siglo?

-Los mercadillos lingüísticos domésticos: que si menorquín que si catalán. ¿Por qué no se discutirá jamás sobre el andaluz y el castellano y el imperialismo de éste? La otra noche entonaban habaneras en pla, en Ca Na María d'es Moll d'en Pons, unos amigos valencianos, catalanes y menorquines. ¿Qué mente obtusa puede dudar que cantaban en la misma lengua?

-Las poco serias (histéricas) peticiones de un adelanto del adelanto electoral: ¿tan difícil les resulta a sus señorías urdir un pacto de Estado durante los escasos meses de espera de las elecciones para dar imagen de solidez y unidad a los dichosos mercados? ¿Hay algo más irritante que los salvapatrias y sus soluciones "sin complejos"?

- La cara de perdonavidas de Mourinho.

-Las noticias sobre diferentes torturas lúdicas de animales en el verano español.

- No disponer de los periódicos hasta las once de la mañana, y el no va más: que alguien me los manosee y despanzurre para "echar un vistazo"…

-Que me sirvan arroces pasados cuando los he pedido al dente y que me los cobren a precio de pepitas de oro.

-La imposibilidad metafísica de comer pescado fresco a un precio razonable.

-La tétrica visión del solar corrupto donde debía anidar el ascensor portuario incorrupto (de nada, Nacho).

-Londres en llamas.

-Las dificultades extremas de escribir artículos optimistas.

Y así.