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Contemplaba las veinte pastillas (el número no era casual) que acabarían dulcemente con el cansancio de sus ochenta y nueve años. Más allá del ventanal turbio, el ciprés del patio se mudaría en ornamento coherente. Del resto de las antesalas del olvido le llegaba algún gemido, tal vez un sollozo encorsetado, probablemente la voz airada de una enfermera desnuda de vocación… La tarde se deshacía y los ingresados eran llamados a la comida frugal que únicamente unos pocos podrían degustar… En la habitación 105, él seguía contemplando las veinte pastillas (el número no era casual) que acabarían dulcemente con el cansancio de sus ochenta y nueve años… El ciprés aguardaba.
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El día anterior el chico había estado limpiando con afecto aquella cómoda que había heredado de su abuela, preguntándose si instalar ahí su pequeño PC constituiría un anacronismo o, incluso, una especie de sacrilegio… La belleza del mueble le fascinaba…
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En 1944 unas manos habían sostenido unas cartas. Manos dudosas que se debatían entre el fuego purificador y la conservación de aquellas misivas… Pavesas de ética optaron por la segunda opción… Lo único que tenían meridianamente claro aquellas manos era que las epístolas no debían llegar nunca a manos de ella…
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La cómoda, que le fascinaba, había ido transmitiéndose de generación en generación… De su bisabuela a su abuela, ella y de su abuela a su madre y de su madre a él… ¿Cabría el PC?
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Aquellas manos optaron por ocultarlas. Pulsaron el resorte de senos labrados (que ella nunca pulsaría) y la cómoda vomitó el cajón secreto. Ella, su hija, no leería jamás las veinte cartas de amor sustraídas -se dijo-. Era querencia, sí, de madre. Abajo, en el saloncito, aguardaba un pretendiente más adecuado…Las carencias de la postguerra, la débil voluntad de ella y la autoridad materna harían el resto…
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Él contempló por última vez su habitación. La soledad no se veía. Sólo se intuía en la ausencia de visitas, en las paredes desnudas, en los silencios interminables del geriátrico… Ingirió su tercera toma… Con la cuarta intentó entender en vano el lejano silencio de ella. Mientras, un muchacho aguardaba en la sala de espera…
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El muchacho se enterneció ante la vejez de él. Intentaba comprender por qué carajo tenían que darle tantas pastillas. Contó 16. Hechas las presentaciones, debidamente instigado, le habló de su abuela, de su matrimonio con un guardia civil, de la incomprensible tristeza que había quedado aprisionada en ella, en sus ojos y en las viejas fotografías… Luego le entregó un paquete. Le contó lo de la cómoda; lo de su sorpresa ante el descubrimiento; los senos labrados que explicaban un silencio inocente; las cartas halladas; las indagaciones por averiguar el paradero del remitente; la extrañeza que había experimentado al ver que ninguna había sido abierta… Él revivió con odio el rostro de su suegra… Tras un prolongado silencio se despidieron… Apartó lentamente cada una de sus cápsulas y esparció sobre la mesa las veinte misivas… En el preciso instante en que adquiría la certeza de la inaccesibilidad de ella a sus palabras; la certeza de que nunca se había quebrado, después de todo, aquella pasión. De ello daba fe la inmutable tristeza de ella, en todos los retratos. Abrió, sí, la primera carta para releerla. El ciprés tendría que esperar…