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Acudí a la isla del Rey hace siete años acompañando a mi compañero y además amigo Luis Alejandre, cuando la idea de recuperarla estaba aún sin desarrollar, para poder entrar en ella había que usar instrumentos cortantes para abrirse paso entre la maleza que todo lo invadía.

En mis sucesivas aunque espaciadas visitas –perdón, amigo Luis– he comprobado que mi capacidad de asombro no tiene límites. El pasado domingo día 21 acudí con unos amigos de la Editorial Heptaseven –gracias por haber confiado y editado mi libro sobre "El Cine Negro"– y comprobé cómo de una auténtica selva virgen y unos edificios en ruinas se ha pasado a un conjunto que recupera su gran belleza arquitectónica, sus jardines, muchas de sus salas emblemáticas, adornadas además con numerosas e importantes donaciones. ¿Milagro, tal vez? Nada de eso. Consecuencia del trabajo de un numeroso grupo de ciudadanos anónimos que domingo tras domingo en un paciente y laborioso trabajo y sacrificando su tiempo de descanso han conseguido lo que parecía imposible.

La muy agradable visita se completa con el relato que José María Cardona –un estupendo cicerone– va desgranando para contarnos la historia de la isla y el hospital, aderezado todo con muchos detalles de buen humor. Un suculento desayuno resulta ser el colofón ideal.

Menorquines o no, todos debemos estarles agradecidos y sean estas líneas mi humilde pero emocionado y sincero homenaje a todos ellos.