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Mis veranos infantiles eran largos y sin preocupaciones. Una vez finalizadas las clases, septiembre se me antojaba tan lejano que, muy a mi pesar, a medida que los días se acortaban, debía admitir que también crecían las ganas de reencontrarme con las compañeras de pupitre y de salir del letargo estival. Estrenar libros, carteras, lápices y rotuladores formaba parte de ese agradable retorno a la rutina otoñal, y las sensaciones de la vuelta al cole, con ese olor característico del material y la algarabía en las aulas, durante dos meses melancólicas y vacías, constituyen recuerdos felices. Claro que entonces poco suponía que mi retorno escolar 'hacía un siete' a la economía familiar. Ahora comparto la misma cuesta que muchos padres, entre mochilas y cuadernos, intentan escalar estos días.

Sin embargo, la reutilización de libros -que antes se practicaba al pasarlos de un hermano a otro sin necesidad de programas especiales-, parece no cuajar en todos los centros educativos de la Isla por igual. Es una práctica que debería promocionarse para aliviar a las familias y reducir un gasto en ocasiones desorbitado para la edad de los alumnos y que parece un simple negocio editorial.