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De niño yo vivía cerca. "Es chalet de còdols" (mi abuela castellano parlante y hablante, lo llamaba "el chalé de piedras") se encuentra situado en la Carretera de San Luis, esa antigua vía de tierra con altos pinos que se daban la mano y fueron talados por una pluma de Madrid. Vía por donde, en los 50 del siglo XX, circulaban decenas de carros y algún coche y cuyo firme luego fue convertida en Macadam por la apisonadora que ahora sirve de estatua a la entrada de Mercadal, en una rotonda semejante a las que hoy día existen como hongos en toda la isla. Rotondas las hay también, ahora, en la mencionada carretera, y también se empotran en ellas locos del volante que nada tienen que ver con aquel transportista de San Luis de amena conversación, que, además de reinventar el Universo mientras conducía, amablemente me permitía subir al pescante de su carro para bajar al colegio. El pobre se mojaba hasta los tuétanos en los días de furiosa lluvia, bajo una lona que calaba.

Eran otros tiempos.

Es chalet de codols, todo un símbolo de la barriada, una especie de edificio ecléctico, cruce entre arabesco y modernista y algo kitsch, ahora se vende. Creemos que si alguien lo compra lo primero que hará es tirarlo. Es un edificio poco funcional, más bien fruto de un sueño de su primer propietario, quizás de una pesadilla, pero sueño al fin.

Que el edificio sea sueño, me recuerda otro mío relacionado con él. De niño yo ya apuntaba maneras. Me refiero a ese puntito histriónico, de actor, que me ha servido de mucho en clases y conferencias. Al actor –el que verdaderamente se siente actor- le sobrevienen ciertas catarsis. Primero se inventa una historia, luego se la cree, la interpreta y más tarde vuelve a la realidad, no sea que pasar demasiado tiempo en las nubes le seque el "celebro" como a Alonso de Quijano, siendo consciente de que "aquello" no eran sino fantasías.

Aunque también hay algunos que actúan y se disfrazan todo el año y no solo en Carnaval.

Y todo para contarles una de piratas que me sucedió a la tierna edad de 10 años. Por entonces, como cualquier niño que se preciara, yo militaba en una pandilla y liaba a los demás miembros con mis historias. Una vez les convencí de que el chalet de codols era en realidad lo que yo llamaba "el Colegio del Misterio": una especie de orfanato terrible donde tenían escondidos a niños; que los mataban de hambre a base de una patata diaria y que algunos incluso morían "entre horribles sufrimientos". Además, añadía que el colegio estaba custodiado por un "escuadrón de húsares". ¿Y dónde están los caballos?" preguntó el más listo del grupo que ya sabía lo que era un húsar. "En el cuartel de Santiago", contesté yo rápidamente. En efecto en el entonces Cuartel del Regimiento de Infantería Mahón nº 46 había caballerizas con mulos para transportar aquellas ametralladoras Hotchkiss de culatín de bronce y caballos para los oficiales a los que entonces, en lenguaje castrense, se denominaba "plazas montadas".

Siempre tuve algún poder de convicción, aquel del histrión que acaba creyéndose su papel, por lo que convencí a toda la panda para investigar y luego denunciar la tropelía y añadí que la única forma de hacerlo era introduciéndose en el recinto por la noche. La propuesta fue aceptada con gran entusiasmo por todos.

Luego que las sombras invadieron la zona, nos dirigimos al "internado".¡Oh sorpresa, la verja estaba entornada! ¡al fondo hay luz! Total: nos introdujimos en el recinto y nos descubrieron. ¡La que se montó fue fina! En aquellos tiempos del Mahón de los 50 en los que (parecía que) no ocurría nada, la irrupción de unos pilluelos en domicilio particular daba titular para una semana en la barriada.

En fin, la aventura acabó con un rapapolvo de nuestras madres. En su presencia y la de los dueños del chalet, uno de mis compañeros dijo: "es que éste (éste era yo, por supuesto) nos ha liado diciendo que bla, bla, bla, ... allí salieron, húsares, colegio del misterio, caballerizas... Me di cuenta que X no entendía nada. Yo pensé "este, además de descolocarme todo el escenario, ha dejado penetrar a los mayores en el arcano mundo de los niños"; ese de los locos bajitos. Fue una traición en toda regla a la clase obrera, digo infantil.

En todo caso aquello no era más que una fantasía, eso sí, vivida con la intensidad del niño. De hecho, más de cincuenta años después y por suerte, conservo (parte de) la inocencia de aquellos días, lo que me mantiene cercano al Origen. La fantasía me ha salvado muchas veces de muchas milongas, subiéndome a las nubes. Eso sí: siempre con un ojo mirando a tierra, no fuera que la bestia parda que venía con el hacha blandida fuera real y hubiera que bajar, no confundamos inocencia con ingenuidad.

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