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El viajero, en sus mudanzas, ha dejado atrás apresados por las retinas y almacenado en el desván de sus recuerdos agradables, lo que ha visto y disfrutado en el Parque Nacional de Doñana, para dirigirse a Sanlúcar de Barrameda, atravesando Sevilla cruzando el Guadalquivir por el imponente Puente del Descubrimiento, casi siempre muy transitado.

Antes de proseguir la narración de mi viaje por esta tierra de gentes amables que es Andalucía, déjenme decirles (y un día habrá que hacer un artículo monográfico) lo pésimamente que están señalizadas las carreteras españolas en su conjunto. Viene usted, un suponer, de Madrid, llega a Sevilla torciendo a la derecha hacia Huelva porque quiere ir al Rocío, y ya verá como se vuelve usted loco por unas indicaciones que no están, o si están, están donde no deberían estar. ¡Una pena!, además de un peligro potencial. Y conozco muy bien la zona y aun a pesar de eso terminó el viajero acordándose del santo Job al que le pedimos prestadas sus paciencias.

En Sanlúcar de Barrameda el viajero suele madrugar para tomar "un manchaito" (café con leche con poco café) y medio mollete (pan con jamón y tomate triturado) en la calle del Mercado, que es, por así decirlo, donde la ciudad despierta.

Coincidimos con la fecha de lo que ahora mismo les contaré. En Sanlúcar acertó el Excmo. Ayuntamiento y las gentes de su Ateneo cultural cuando el 7 de mayo de 1956 mandaron poner unos azulejos con un escrito para que no se nos olvide la gesta de cuando, por primera vez, el ser humano dio la vuelta al mundo. De este puerto sanluqueño salieron 265 tripulantes capitaneados por Fernando Magallanes el 20 de septiembre de 1519 y regresaron el 6 de septiembre de 1522, tres largos y azarosos años. Digo azarosos y digo bien, porque de aquello 265 osados tripulantes sólo volvieron vivos 18.

Tengo, por si alguien tuviera interés yo se lo proporcionaría gustoso, el nombre y lugar de nacimiento de aquellos 18 supervivientes, que, curiosamente, ninguno era de Sanlúcar. Sí había tres andaluces: Francisco Rodríguez de Sevilla y Juan rodríguez y Antonio Hernández, que eran de Huelva.

En la céntrica calle Barrameda tiene el gastrónomo muy visitada una taberna con todos los aires de la marisma de Doñana, donde nos han servido unos días jabalí y otros días ciervo, como preparan estas gastronomías montaraces los andaluces, con esos vinos que llevan la vecindad de la fuerza de esta tierra y las sabidurías y paciencias de bodegueros con oficio. A propósito de vinos, estuvimos también por Jerez, en esa liturgia antigua de la vendimia. Por un momento me vi coronado de pámpanos de aquellos inmensos viñedos, como si uno fuera un dios Baco en visita por su reino.

Una mañana, queriendo ir a Cádiz, pasamos por el Puerto de Santamaría y en una de aquellas bodegas que tiene frente a la portalada principal dos toros negros de bronce a tamaño natural, me dieron a probar una copa de brandy de 100 años, para ser exacto, 115 (qué quieren que les diga, un privilegio).

En Cádiz estuvimos visitando el Excmo. Ayuntamiento, obra de Torcuato Benjumea, que como tantos edificios de Cádiz, su arquitectura es de distintos estilos, en este caso neoclásico en su primera etapa, siendo finalizada la obra con estilo isabelino. Aunque en esta mezcolanza, para mí tengo que se lleva la palma la catedral, que al pasar por la voluntad creativa de nada más y nada menos que de seis arquitectos, de tal suerte acabó la cosa, yendo los estilos arquitectónicos visibles del barroco al neoclásico, pasando por el academicismo.

No sé donde tengo leído que la catedral de Palma de Mallorca es la única que se refleja en el mar. Ahora mismo les digo que no es verdad pues la de Cádiz está aún más cerca del mar. En puridad, entre la catedral y el mar sólo hay una calle, liberada la zona de obstáculos en su parte trasera, teniendo la catedral por vecino el mar.

Estando en Cádiz será pecado y no venial, no pararse para admirar y recordar nuestra primera constitución, vulgarmente llamada "La Pepa" de 1812, monumento a las Cortes de Cádiz, obra del arquitecto Modesto López Otero y el escultor Aniceto Molinar. Otro monumento, en este caso botánico, es el gigantesco árbol que tiene junto a la muralla. Hace falta la colaboración de varios hombres dándose la mano para bordear su tronco. Sólo recuerdo uno parecido en Mojados, Valladolid, que un mal día y en mala hora, lo prendió un rayo.

Nos detuvimos en tres museos, uno de tallas religiosas policromadas, una preciosidad; otro de trajes de época; y el llamado Museo de Cádiz, de estilo neoclásico, del arquitecto Juan Dura. En este museo es interesantísima la sección de arqueología romana. Aunque en esto de los museos, nuestra curiosidad va apercibida, pues uno es conocer que hay por ahí un museo que tiene dos calaveras de Cristóbal Colón, una de cuando era joven y la otra de cuando era un anciano. Así, talmente como se lo estoy contando.

Viajar por Andalucía es un verdadero placer, sobre todo por la amabilidad de sus gentes. Difícilmente vamos a encontrar otro lugar donde la gente esté más dispuesta a echarnos una mano cuando el viajero, por culpa de la mala señalización, no alcanza a encontrar el camino.