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Transcurrida ya más de una década del siglo XXI, son numerosas las razones que avalan la necesidad de emprender una profunda renovación de los partidos políticos. ¿Con qué propósito? Fundamentalmente para fortalecer la calidad de la democracia que el pueblo español recuperó al fallecer la dictadura franquista.

En los dos últimos lustros nuestro sistema político no ha sido ajeno a unos preocupantes síntomas de deterioro detectados en la propia democracia y en algunas de sus instituciones principales. El debate sobre este deterioro no es una novedad, en realidad suele surgir en víspera de importantes convocatorias electorales para resaltar y denunciar sobre todo deficiencias de funcionamiento, excesos que escapan de la esencia misma del sistema democrático y caídas de la credibilidad en unos periodos políticos que no andan precisamente sobrados de ella.

Los partidos se hallan en crisis desde hace mucho tiempo. La baja afiliación que registra la mayoría de ellos es la prueba más significativa. Una situación adversa que les empujó en su día a buscar acomodo en la cultura de la subvención. Como consecuencia de ello, en muchos casos la transparencia tantas veces proclamada ha dado paso a la opacidad financiera y esta a la desconfianza, no solo entre los militantes sino también en el conjunto de la sociedad. Los partidos se han ganado a pulso su desprestigio. El férreo control interno que imponen sus aparatos, especialmente en épocas electorales, acrecienta igualmente su carrera de descrédito social.

El legítimo afán por conquistar el poder político no autoriza -no debiera autorizar- a los partidos a creerse los únicos actores de la democracia, los salvadores de la patria. Cuando la euforia de los primeros años de la andadura democrática, los partidos se aprovecharon sin duda de la debilidad de la sociedad civil y extendieron rápidamente sus influyentes tentáculos. Los ciudadanos que se cobijaron en el correspondiente pesebre vieron garantizado un futuro mínimamente esplendoroso. Arrimarse al partido daba seguridad, estabilidad y unas sólidas vías de progreso. Pero los espejismos no duran eternamente. Muchos espejos de la arrogancia política se han roto por culpa de fallos y excesos, ingenuos algunos y la mayoría sencillamente irresponsables.

Control. Es la acción por antonomasia que llevan a cabo los aparatos de los partidos, los dirigentes que cortan el bacalao. Controlan por tanto, de principio a fin, el proceso de confección de las candidaturas que concurren a unas elecciones. Lo cual conlleva que ciertas propuestas nacidas de las bases no lleguen a prosperar y queden aparcadas en la cuneta. Para adornar a lo sumo el círculo de las apariencias.

El capítulo de la financiación de los partidos no se distingue precisamente por la transparencia. Se cobran las cuotas a los afiliados, un porcentaje de las retribuciones que perciben los cargos institucionales, se solicitan y reciben subvenciones de la Administración (gran parte de ese dinero público es aportado por tanto por los ciudadanos no afiliados), pero nada trasciende sobre los ingresos extraordinarios o excepcionales, las donaciones particulares o corporativas, o los sustanciosos "peajes" que se establecen para determinados "desvíos" financieros.

La reivindicación de listas electorales abiertas -y no simplemente desbloqueadas como propone interesadamente Alfredo Pérez Rubalcaba de cara al 20 de noviembre- se mantiene encerrada en el desván de las ficciones. Los partidos mayoritarios no se dan por aludidos. Prefieren aplicar sin más la política de oídos sordos. Encierro y candidaturas cerradas, lo cual refuerza la capacidad de control antes mencionada. Por ahí es evidente que también se deteriora la democracia.

Y otro peligro nada desdeñable en este terreno se reproduce cuando los partidos alcanzan el gobierno. Entonces las ejecutivas dictan las pertinentes directrices para que las instituciones no olviden sus portentosas capacidades transformadoras y ejerzan asimismo como eficientes oficinas de empleo, una función que los flamantes gobernantes dan por sentado que no es merecedora de críticas lacerantes. Se escudan en el hecho de que siempre se ha actuado así. Efectivamente, unos y otros, a derecha e izquierda, han mantenido comportamientos idénticos. La fuerza de la costumbre, ya se sabe. Y ahora hasta es posible que se atrevan a argumentar que con la crisis económica tal función está plenamente justificada. De modo que por enésima vez las puertas de las instituciones se abren a amigos, conocidos y profesionales varios, así como a políticos "descolocados", todos los cuales conforman el personal de confianza a plazo fijo, personas que se hallaban en paro o que en sus empleos anteriores tenían una remuneración económica claramente inferior. Bien mirado, es muy probable que no se alteren las cifras puesto que, al echar cuentas, los empleados entrantes reemplazan a los que habían sido contratados por los gobernantes salientes.

La asesoría política, o si prefieren la asesoría técnica al servicio de los políticos, no se ha visto afectada por la crisis. Nunca ha tenido que soportar una crisis. En realidad, es un subsector de la economía productiva que mantiene unos niveles de empleo muy estables, es dinámico y al mismo tiempo bastante opaco. Digo esto último porque poco o nada sale a la luz pública sobre las horas de trabajo semanales que tienen asignadas los asesores, los encargos específicos que se les solicita, los informes que se redactan para el político de turno (si es que llegan a redactarse), el listado detallado de los asuntos concretos que son objeto de asesoramiento, y el grado de cumplimiento de las condiciones laborales que se pactan con los contratados. Todo lo cual ilustra asimismo sobre la creciente desconfianza en la clase política por parte de la ciudadanía. Un distanciamiento que supone otro grave deterioro.

Para ganar -o recuperar- credibilidad siempre se apela a la conveniencia de no descuidar los procesos de renovación en los partidos políticos, renovación en sus cúpulas de mando. Ya no basta. A estas alturas, conformarse con promover y elegir nuevos dirigentes no soluciona el problema. Y tampoco las promesas de revisión de cuantos proyectos políticos no hayan logrado el beneplácito de la militancia o el necesario apoyo en la calle. Hay que ir más allá, mucho más allá, y abogar por una completa renovación de las estructuras mismas de los partidos. Porque esas estructuras son ya anticuadas y los modos de funcionar también han quedado desfasados respecto a las exigencias democráticas de la sociedad actual.