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Ya conté en algún momento (es Diari 28/10/2011) la historia del caballero Suero de Quiñones, hijodalgo notorio y de solar conocido, señor de la villa de Villabaruz e hijo de Diego Fernández de Quiñónes y María Álvarez de Toledo, que vivió en pleno siglo XV, en las postrimerías de la Edad Media, lejos ya de aquellos horrorosos tiempos de principios del Medioevo, momento en que parecía que las cosas iban a mejor (a mejor para algunos, como siempre). La concepción del Dios Castigador de la Alta Edad Media, había dado paso a la del Dios de Amor bajomedieval. También comenzaron a florecer las ciudades y el palacio y la catedral (edificios netamente urbanos) sustituyeron en influencia a la casa solariega y el monasterio rurales. Las cortes brillaban por su cultura y su romanticismo caballeresco del que nos habla la literatura provenzal, y los caballeros ociosos (entonces los poderosos no daban ni clavo, no como ahora que tienen despacho y no duermen pensando en que van a perder todo su dinero en cuanto la agencia de calificación de turno les estropee la jornada) se dedicaban a tornear y a hacer "sa papallona" alrededor de las damas igualmente ociosas.

En ese contexto feliz (para algunos, repito) en el que los más pudientes tenían legiones de criados simplemente por comida y cama y sin seguridad social, en cuyo contexto jugaba un papel matutino de primer orden el "mozo de orinal" que era el primer ser viviente que veía al caballero al salir del lecho. En ese contexto, digo, los nobles –a punto de terminar ya la mal llamada "Reconquista" (¡cómo se puede llamar reconquista a una lucha de 8 siglos!)- se entretenían en justar, es decir, en tornear a lanza con sus amigos y adversarios.

Por si esto fuera poco, a Suero de Quiñones, nuestro héroe, se le ocurrió el más difícil todavía: romper trescientas lanzas, una tras otra, para deslumbrar a su señora Dulcinea (más conocida por doña Leonor de Tovar, con la que luego casaría) y luego peregrinar a Santiago aquel año Jacobeo de 1434. La Tovar, quiso ser más original que el resto de damiselas que pululaban por Hospital de Órbigo (lugar donde se celebró la justa) y además de la consabida cinta azul para ceñirla en la lanza del caballero (en la lanza, era en la lanza) le regaló una gargantilla, que nuestro héroe llevó colgada del cuello todo el tiempo que duró el torneo. Luego, peregrinando a la ciudad del Apóstol, la depositó en la catedral de Santiago en un busto de Santiago el Menor o Santiago Alfeo.

Así pues, enterado de la "fazaña" y del destino de la gargantilla, me encaminé a la catedral santiaguesa a mi llegada a la ciudad, buscando la preciada joya. Y digo preciada, porque la Leonor no se cortó un pelo a la hora del regalo (no en balde era hija de Juan de Tovar, señor de Cevico de la Torre). Se trata de una joya de gran valor en oro, con una inscripción latina en letras góticas alrededor y alusiva al donante. Además presenta un rosario de perlas y en su centro una enorme amatista de procedencia francesa, conjunto que se le añadió posteriormente.

Complicado me lo fiáis, Sancho. Resulta que al busto de Santiago Alfeo (no Santiago "el Feo" como le llamó un guardia de seguridad), que debía encontrarse en el tesoro de la catedral, lo habían trasladado, con otras piezas del mismo, a una exposición particular al convento de Santo Domingo de Bonaval. Total que anda que andarás, entra que entrarás a dicha muestra, y.... ¡ALLÍ ESTABA! Estaba el busto de Santiago pero: ¿y la gargantilla? Me acerqué a la vitrina y en el cuello del santo, casi seis siglos después de que Suero de Quiñones la depositara, se encontraba ante mi el hermoso collar. La emoción que experimenta el viajero (e historiador) al alcanzar la meta deseada en su prospección es intensa. Recuerdo, en otra ocasión, cuando en el palacio real de Madrid pude contemplar por primera vez la moharra de la bandera británica del regimiento 61 de guarnición en Menorca en 1782. Tocarla me costó un rapapolvo del conservador del museo, ¡pero que c. tenía que tocarla!

Bueno, pues algo parecido.

Y claro, quería contarlo y para contarlo adecuadamente tenía que incluir una imagen de la joya y en estos lugares siempre te dicen lo mismo: "no se pueden sacar fotos" y añaden con celo funcionarial: "son las normas", pero esta vez la señorita de la recepción fue amable y el resultado está a la vista. Gracias amiga gallega.

Hermosa gargantilla, como puede verse en la fotografía. Pero la joya estaba maldita. Veintiséis años después de su hazaña y ofrenda, el 11 de julio de 1456, Suero de Quiñónez fue asesinado por peones de un enemigo acérrimo con el que tenía cuitas: Juan de Vega, señor de Grajal de Campos.