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A nadie puede extrañar que haya escrito en tantas ocasiones sobre la casa cuartel de la Guardia Civil y que hoy me vuelva a repetir. No tan solo esto, con la ilusión que lo hago, aquel pedacito de mi Mahón me lleva buenas vibraciones, cantos de coros infantiles, añorados juegos. En mi memoria corriendo tras la gata, una minina regordeta muy blanca, de ojos azules que los mayores decían ser de Angora, como la lana del jersey color de rosa, que estrené una Navidad y fui llenando de "pèl" a cuantos iban vestidos de oscuro.

En mi infancia como la de cualquier otro niño nada sabía de tricornios, de leyes ni sanciones. Para mí, aquel edificio era donde vivían mis amigas, donde iba "dia sí, s'altre també" a jugar en sus casas a las que llamaban pabellones, donde vivían matrimonios amigos de mis padres y, qué más quieren que les diga, de nuestros vecinos. Que de precisar de cualquier herramienta, acudían a casa Gori, que de tener alguna avería que el de la motora pudiera remediar, no dudaban en solicitarlo, pero la verdad sea dicha, los favores eran mutuos, infinidad de veces vino a casa el que estaba de puertas en busca de mi padre porque alguien a través del teléfono les pedía por favor si podían avisarlo, algo que no dudaban. "venien amb un santiamén". Hoy los jóvenes dirían que manteníamos un buen rollo.

La casa cuartel de la guardia civil, se encontraba en la calle de Santa Teresa, esquina con la de San Nicolás, especie de callejón que en un tiempo sus transeúntes fueron los carruajes procedentes del puerto repletos de trigo, camino de la harinera de casa Nin de la calle de Santa Ana, paralela a la de la Benemérita. Aquel tramo de mirador, siempre lo vi flaqueado por tres enormes y altas piedras de granito a modo de muro, evitando que pasaran vehículos. Según mi padre, en tiempos de su niñez, el Ayuntamiento de Mahón, los montó debido al grave peligro que corría aquel tramo " que se enfonyava" debido al peso de los carros y lo frágil del terreno situado en lo alto del peñal, verdaderamente era muy peligroso.

Aquel enorme caserón, rotulado con el número 25, propiedad del señor Hernández Escrivá y por el cual cobraba una miseria "de censal", constaba de sótanos, planta baja, primer piso, porches y un altillo donde se encontraba instalada la rutinaria emisora. Antonio Ruíz Martínez, emisor de radio, se encargaba de un vetusto aparato procedente de la Primera Guerra Mundial. Permanecía todo el día de guardia, cada hora emitían el parte que apenas se podía escuchar. Otra de las funciones de las retransmisiones era el parte de entradas y salidas de buques de guerra, el traslado de presos en el buque correo etc.

Aquellos radio-telégrafos, volvían locos, nunca tan bien dicho. Un rugir y otros ruidos convertían lo que debía ser una perfecta escucha, en un portentoso ronronear, a pesar de un sinfín de cables y antenas dando en el exterior que lamentablemente poco o nada lograban.

Cerca de aquella estancia, en el mismo estrecho y angosto pasadizo, varios palomares, propiedad de diferentes guardias aficionados a la colombofilia. Los porches con sus pequeños ventanucos a modo de "ulls de bou", convertidos en viviendas. En una de ellas se encontraban Toni y Nini, que durante varios años vivieron en aquel lugar junto a su único hijo Francisco, rubio como una patena y de dulce mirar.

Antonio Viver Ventayol (Alcudia 3-9-1923) procedente de una de las familias mas conocidas del lugar, sobrino carnal del historiador Pedro Ventayol Suau, farmacéutico, arqueólogo, responsable de las excavaciones de la antigua Pollentia, encontrando importantísimos hallazgos, historiador de su tierra, de lo cual hoy se sienten orgullosos los habitantes del lugar, dedicándole una placa en la casa "pairal".

La casualidad hizo que Toni se casara con mi parienta Catalina Caules Caules de Fornells, hija d'en Burdó. La pareja se conoció el verano de 1947, recién incorporado el joven guardia en el pueblo pescador, tras haber finalizado sus estudios en Navas de Tolosa, donde se encontraba la Escuela Militar.

Con un sueldo que no alcanzaba las 200 pesetas mensuales, compartía su ocupación junto a otros seis compañeros. Antonio me fue explicando un inacabable ir y venir de un destino a otro, regresando a su pueblo que lo vio nacer, y vuelta de nuevo a Fornells. Corría el año 1949, dos años después ingresó en la Academia obteniendo el galón de cabo y poco después ya era cabo primero. El joven palmesano deseaba ir escalando, y para ello estaba dispuesto a estudiar para lograrlo, cuatro meses más tarde, de nuevo se encontraba junto a su prometida contrayendo matrimonio en 1952. En el 54 se mudaron a Mercadal aprovechando una vacante y así fue transcurriendo su ir y venir.

Todos sabemos lo que significa la vida de un militar y Antonio Viver no iba a ser diferente. De 1960 a 1966 vivieron en Mahón, ascendió a sargento, trabajó en el despacho de aquel destartalado cuartel, escuchando el resonar de las puertas y ventanas que miraban al puerto lo que significaba el consabido soplido del viento norte y su aire gélido aire de los inviernos. Nada se sabía de las concesiones del Gobierno para estufas ni calefacciones, con los que se han ido adaptando en estos últimos años en que todos reclaman subvenciones "per açò i per allò".

De la mano de mi buen amigo Toni, recorrimos el lugar, recordando la casa cuartel que comprendía desde la mitad de la calle de Santa Teresa, San Nicolás o Miranda hasta la de Santa Ana.

Se encontraba todo muy viejo a la vez que ruinoso, especialmente el patio, con la caseta destinada a lavadero con varias picas donde las mujeres lavaban tras trajinar el agua de un pozo que disponían en aquel terregoso lugar, adornado con infinidad de hilos para tender, auténtica exposición de ropa de bebés, de niños pequeños, de mayores, todo ello bajo el murmullo de las conversaciones de las esposas de los guardias al compás del restregar sobre la tabla en aquellas pilas. Muy cerca, a lo sumo dos o tres metros, el establo, que por aquel tiempo cuando la Guardia Civil contaba con el escuadrón de caballería, debía albergar cantidad de caballos. En mis tiempos tan solo había dos, por cierto uno de ellos se llamaba Briones; su cuidador Francisco Barreiros, del cual guardo un emotivo recuerdo, persona buenísima, paciente, tanto que los chiquillos nos colocábamos en fila india y uno tras otro nos daba una vuelta montados sobre el viejo cuadrúpedo por aquel lugar.

El puesto de guardia o cuarto de puerta, con su gran mesa cerca de la ventana que miraba a la calle. Dos bancos y en la pared el teléfono con su manivela. A la izquierda daba al dormitorio de los guardias solteros. Decía mi madre que allí por tiempo vivieron sus amigas, Margarita e Isabel Sansó, hijas de un guardia civil como lo fue su padre. La madre de estas una conocida sastresa, que por aquel entonces se dedicaba única y exclusivamente a los arreglos de la ropa de los civiles, carabineros y los destinados al mar, que vestían de azul.

Hay tanto por decir, que la próxima semana volveré sobre el lugar.
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margarita.caules@gmeil.com