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La leyenda de Tito Estilo se fraguó detrás de unas gafas de sol, untada con un puñado de gomina barata y luciendo un traje negro con calcetines blancos. El colega hablaba como si supiera lo que decía, exigiendo siempre la razón y a la mínima turbulencia sacaba a relucir los puños porque nació y creció en un corral con demasiados gallos.

En un intercambio de impresiones, nudillos mediante, a Tito le rompieron la nariz por tantos sitios que el médico, nada más verlo, arrojó la toalla y le encomendó al tiempo que, según dicen, cura todas las heridas. Tito aprendió pronto a anestesiarse solo, a lingotazo puro. Se agenciaba camareros por doquier que le adulaban, le reían las gracias y le gestionaban los problemas cuando veía la copa medio vacía para verla, previa propina, llena y media.

Tito siempre solía decir que la vida se le quedaba pequeña. Andaba de 'bisnes en bisnes' (business), de trapicheos que le dieran para comer lo justo y beberse todo lo que se le antojara. El bueno de Tito Estilo expiaba sus problemas a la luz de las farolas, trastabillando por culpa de doña Ginebra y don Whisky, tanteando la noche y corriendo siempre detrás de la policía. El pobre era el pastor de los casos perdidos que se citaban en tugurios de mala muerte que, como se sabe, son siempre las mejores compañías. Tito fue el único que vaciló a Juan Pistolas y el que se aprovechó de una indefensa Kika Amor.

A Tito Estilo le dieron boleto por la espalda, sin avisar, en un día de entre semana, como se suele matar a los héroes de barrio de pacotilla. Fue tan rápido que ni el bueno de Tito, que por entonces calzaba unos sesenta años, le dio tiempo de ver quién lo ajusticiaba ni si fue con cuchillo o de vil disparo. Solo mientras caía acertó a reflexionar, "menuda mierda, cuando lo cuente en el bar".

Y descubrió, en ese delicado momento en el que la vida te da unos segundos para pedir disculpas por todos los errores que has cometido antes de caer en los brazos de la muerte, que la existencia, en realidad, se le había quedado pequeña.

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