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En esta ocasión, el propósito que me incita a recuperar, periódicamente, en estas páginas, la memoria de quienes nos han dejado, me lleva a referirme a la obra literaria del poeta reciamente castellano Claudio Rodríguez (Zamora, 1934 – Madrid, 1999), una de las voces más transparentes de la poesía castellana contemporánea. Miembro del grupo poético madrileño que se dio a conocer en la década de los cincuenta, tuvo por compañeros de viaje, entre otros, a Eladio Cabañero, Ángel González, Carlos Sahagún o José A. Valente, de quien hablé en mi anterior artículo.

Su infancia y juventud en su Zamora natal le permitió crecer y vivir en permanente contacto con la naturaleza y el laboreo de las gentes de un entorno rural familiar y entrañable, hecho que sería decisivo en su concepción y visión de la creación poética.

Sin embargo, la súbita e inesperada muerte de su padre, cuando Claudio había cumplido los catorce años, vino a truncar esta paz y felicidad que caracterizaban su vida y le obligó a responsabilizarse, precipitadamente, como un ser adulto de las obligaciones familiares. La pérdida le dejó un sentimiento de permanente orfandad y, como herencia, un espléndido legado literario, formado principalmente por autores clásicos españoles, en particular los místicos, y por poetas franceses del siglo XIX: Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, quienes influyeron claramente en su formación literaria inicial. Le une a los místicos su manifiesta actitud contemplativa y a Rimbaud la pronta madurez poética.

Claudio fue, sin duda, un poeta muy precoz. Recién llegado a Madrid para iniciar sus estudios de Filosofía y Letras, comenzó a componer los primeros versos del que sería su primer poemario Don de la ebriedad (1953) con el que ganó, tan joven, el premio Adonais. A sus diecinueve años, el joven que había crecido en el campo zamorano, escuchando el sonar del Duero, irrumpe con voz segura y diáfana, estremecido de amor a la luz y a la naturaleza libre. Tras la apariencia de una persona sencilla, natural y humilde, se revelaba la cualidad de un extraordinario poeta, al decir de Vicente Aleixandre, poeta malagueño con el que mantuvo una estrecha relación de amistad, quien, junto a Dámaso Alonso, fue uno de sus principales valedores. En esta primera obra, la poesía aparece como un modo de conocimiento. El poeta considera que la esencia de la inspiración poética es un don y manifiesta un deseo de claridad, de conocimiento y de imaginación para componer poesía. Busca la inspiración en la armonía y unión con la naturaleza.

Alentado y apoyado por Aleixandre y Alonso, marcha a Inglaterra para ocupar el cargo de lector de español en Cambridge. Allí descubre a los románticos ingleses, sobre todo a William Wordsworth y T.S. Elliot, que influirán en su poética. Publica Conjuros (1958), poemario en el que está muy presente la solidaridad humana y que muestra un tono más sereno y meditativo, vino a confirmar las expectativas puestas en él con una lírica tierna, alegre y vitalista, que transmite pureza y autenticidad. Por lo demás, la dimensión ética y social, de preocupación por el hombre es permanente en su obra.

De regreso a España, se dedica a la docencia en la Universidad de Madrid. El proceso creativo de su obra es premeditadamente lento y reflexivo. Su voz, clara y optimista, surge de la contemplación y de la interiorización de las pequeñas cosas de la vida, naturales y sencillas.

En su nueva obra Alianza y condena (1965) busca, a través de la palabra, la salvación, en un intento por superar el dolor o el pesimismo. En él encontramos poemas muy emotivos, que muestran la enorme belleza que pueden alentar aquellas cosas consideradas irrelevantes, por cotidianas. Cree el poeta que la poesía es también revelación. Claudio, demuestra estar dotado de una extraordinaria intuición, que le permite, en su caminar por la vida, contemplar la realidad, que trasciende lo que somos capaces de ver y conocer.

El vuelo de la celebración (1976) nos muestra a un poeta que va ganando en perfección formal lo que pierde en espontaneidad. En todo caso, su obra mantiene un mismo tono, cercano, en una perfecta fusión entre ética y estética.

La voz del poeta habla del regreso al origen, de aquella infancia perdurable que quedó guardada en su interior para revivirla siempre.

Tras una larga y lenta gestación, aparece su última obra Casi una leyenda (1991) en la que habla de la vida recorrida, de la vejez, a la que siente como "una armonía de dolor y gracia". Su deslumbramiento ante la naturaleza no le impidió nunca ejercer la amarga crítica social ni atender la problemática del vivir cotidiano.

Es la suya una poesía atemporal, que no pierde vigencia con el transcurrir del tiempo. Sus versos tienen el marchamo de lo perdurable, como si de una máxima de un poeta clásico se tratase.

Poseedor de un mundo interior muy rico, de carácter discreto y reservado, llevó una vida retirada y sencilla, a pesar de los numerosos reconocimientos que recibió de la élite cultural y literaria.

Aunque parca, su obra total nos deja una poesía cuyo discurrir fluye armoniosamente ante la contemplación de la naturaleza, la existencia humana y su posible trascendencia. Un aseguro aliciente para animarse a conocerla y disfrutarla.