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Recibo comentarios diversos de mi columna sobre Garzón. Unos son elogiosos, otros me tachan de ingenua, tildan de desafortunada la comparación o me reprochan que me ponga del lado del exjuez. Esto último me duele porque yo no estoy del lado de Garzón, prácticamente no estoy del lado de nadie, al menos al cien por cien. Es más, este señor no es santo de mi devoción.  Estoy segura que hay en este país jueces más válidos que él, magistrados con muchos menos medios e ínfulas que desempeñan una labor constante y callada sin la que todo -relaciones laborales, propiedad intelectual, rencillas familiares, ordenación del territorio, impagos, avances médicos...- sería mucho más complicado.  Garzón como todos estos jueces anónimos tenía la obligación de ponderar escrupulosamente cada decisión, sorteando con éxito el juego de equilibrios que supone la valoración de derechos contrapuestos en torno a la que gira cualquier pleito.  Comparto que la carrera judicial no es el sitio para un juez que no sea capaz de salvar ese juego de equilibrios dentro del ordenamiento jurídico vigente, poniendo en peligro derechos,  más si se trata de derechos fundamentales (artículos 18, intimidad personal y secreto de las comunicaciones y 24, tutela judicial efectiva, de la Constitución Española, en la causa contra Garzón) pero tampoco debería serlo para aquellos que cumplen sus funciones sin la diligencia debida. Algunos hay y no se extrema el celo con ellos.