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Que la cosa pública iba a echar mano de los ERE de un momento a otro era algo que estaba más o menos cantado. No hacía falta una reforma laboral que pusiera la alfombra a esta y otras fórmulas de crujir al asalariado para intuir que se iban a reducir de forma drástica las plantillas de algunas parcelas de la administración pública. En época de vacas gordas proliferaron todo tipo de entidades, organismos y fundaciones, algunas de ellas dotadas con mucha alegría y poco criterio por lo que respecta a recursos humanos. Quizá ahora paguen justos por pecadores. Determinar quién sobra siempre es complicado. Aunque el ajuste sea razonado, o incluso razonable, siempre es doloroso para las personas que lo sufren. Tan falaz es poner ahora el grito en el cielo alegando que las plantillas estaban perfectamente ajustadas, como apelar al tópico del funcionario y el crucigrama de media mañana para clamar que se ha hecho justicia. Una vez abierta la puerta del ERE público, lo complicado será cerrarla. Y ya que nos hemos puesto, quizá sería oportuno plantear un ERE de cargos electos y de confianza. Estaría bien saber cuánto dinero se ahorraría y cuánto valor humano se perdería con un ERE del 40 por ciento en el Congreso, del 60 en los parlamentos autonómicos y los ejércitos de asesores, y de extinción en el Senado y el Parlamento europeo. Se dan los requisitos, como los famosos no sé cuántos meses de pérdidas, tanto económicas como de credibilidad.